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No seremos originales en trazar nuevas ideas. Pero si haremos un ejercicio alquímico. Se trata de repasar mucho de lo dicho este año para caracterizar el primer resultado político tangible de 2024. El producto mejor terminado de esta primera fase de Milei: los fascinados. Un grupo heterogéneo del comentario político profesional, y también de políticos comentaristas que habitan un deambular bifronte: o la industria cultural que sobredimensiona “la novedad” que expresa Milei con su catarata de podcasts, streamings y columnistas especializados en “nuevas derechas”, o el regodeo moralista de la autocrítica permanente y paralizante.
Es la época de los cinco tips para “verla” en un reel de instagram. De hacer pop e IA. IA para divertirse. Prompts para automatizar lo que ya era rutinario. Especiales sobre Ezeiza e Isabel Perón un domingo a la noche con ese gustito a peronismo “onlyfans”, es decir, apto solo para peronistas. Argumentos “baiteros” desarrollados en la franja temporal de duración de un Tiny Desk.
En este contexto Milei, a quien hemos descripto a principio de este año como el golem argentino, administró con cierto éxito los bancos de ira de una sociedad agobiada y con demasiados rencores acumulados. Cansada, pero que lo respalda. Un respaldo que no es tanto ideológico como visceral, una proyección de su propio hartazgo en la figura del líder.
La exagerada solidaridad con el vencedor ha tenido matices. En las periferias oficialistas, Mauricio Macri camina entre las ruinas del PRO y encuentra resistencias para ingresar como pretende en “una fuerza fácilmente infiltrable”, como definía a la Libertad Avanza hace no mucho tiempo. El propio Milei le dirige sus dardos cuando señala que Gestionar “es achicar el Estado para agrandar la sociedad”. Los radicales permanecen haciendo cosas de radicales, alquilando la casa quinta para eventos familiares y elecciones locales.
Por su parte en la mayoría de los análisis del mainstream del comentario político profesional prevalece el vagabundeo entre la “crítica sesuda” y la fascinación adecuada y funcional. Mientras la mayor parte de la oposición política realmente existente sigue arqueando las cejas ante la nueva barbarie, y reacciona con huida o negación a todo lo que no puede comprender. Una negación que más que estrategia parece instinto, una reacción automática frente a lo incomprensible.
Climas de época
Aquí hemos dicho que Milei no se parece tanto a Menem, como sus adversarios al antimenemismo. La oposición bebe los jugos de aquel progresismo que se refugiaba en la cultura, en los teatros del PC, y hacía críticas más estéticas que programáticas al gobierno del riojano. Ese 1 a 1 que nadie criticaba demasiado compatibilizaba bien con el frenesí de irreverencia de CQC. Jingles por otros medios.
La rabia y la pasión anti casta de Mieli es eficaz como la de un pastor que abraza con fanatismo el signo de los tiempos. Funciona como funcionó el antimenemismo post 2001, o el repudio del alfonsinismo.
Funciona en la época del narcisismo de masas. Esa eficacia se alimenta de un tiempo que premia las narrativas simples y los antagonismos viscerales. La época del nada es para siempre que perdió recientemente a su mejor intérprete: Jorge Lanata. Un hombre que quiso ser el Michael Moore argento, y enhebró su innegable trayectoria periodística con otro destino. Así desembocó, siempre con un cigarrillo en la mano, en el rol de un “creador de contenidos” de su tiempo. Con su ego a la rastra enfrentó a una corriente política oficialista que, de algún modo, le había quitado su lugar como referente del ecosistema al que tanto tributó: la centro izquierda. Con 3 miguelitos hacía dos series de Netflix de pebeíses, retroexcavadoras y bigotes de Anibal Fernandez. El ex progresista que terminó, como casi todos los conversos, persiguiendo al progresista que lo habitaba. Instalando y regalándole a Macri el mantra de “la chorra”, una identidad cultural tan potente como para perforar al peronismo entero. No gratis, naturalmente. Fue parte y símbolo de esta época de lealtades lábiles, resbalosas. Narcisismo de masas.
Fue uno de los primeros en la larga fila de lo que vino después. Un emprendedor de sí mismo antes de la híper conexión digital que hoy transitamos. Las nuevas modas de la obsesión por la optimización personal, el éxito y la visibilidad. Un bucle de autorreferencialidad, autoexposición y autovalidación que es la base del funcionamiento algorítmico. Un repliegue sobre nosotros mismos del que es difícil escapar.
Sobre esto último decíamos en junio que el repertorio cultural “de este lado” está agotado y genera aborrecimiento, cuando no una sórdida indiferencia. Que las burbujas de streaming se estaban convirtiendo rápido, con matices, en criaderos de adolescentes tardíos y narcisistas que consumen la que venden.
Un repertorio zombie y residual nacido de las ruinas de aquel “progresismo de Estado”, edificado sobre una moral donde lo político se pensó desde arriba hacia abajo, desde el aparato del Estado hacia la sociedad. Una forma de habitar la política que permeó en innumerables ámbitos orgánicos e inorgánicos y contribuyó a transformar al peronismo, o en una liturgia de consumo cultural, o en un objeto de estudio, alejando su producción de ideas de los grandes problemas nacionales y desdibujando su lógica de construcción de poder político real.
Lo cierto es que las condiciones que dieron origen al libertarianismo permanecen, y por eso permanece el reclamo policlasista de eficiencia, de protección, de orden. La búsqueda de una revalorización del culto al esfuerzo y al mérito social deseable. Un reclamo que trasciende la fauna partidaria y expone una fractura que la política aún no logra cerrar. Una grieta mucho más grande que la fundada por Lanata.
En este paisaje, lo fascinante no es Milei ni sus frases efectistas, sino el espejo que nos devuelve de nosotros mismos. Después de todo somos una sociedad que sabe “tomarle el tiempo” a las cosas mucho mejor de lo que imaginamos, y que no gusta ya de consumir el relato de su propio hartazgo. El hombre común esta solo y espera. Como quien mira una grieta en la pared no por curiosidad, sino porque teme que crezca. Milei, condensa y cataliza la ansiedad de la época. El deseo de derrumbar para construir algo nuevo, aunque nadie sepa bien qué.
En lo que respecta al peronismo realmente existente, CFK prevalece poniéndole reflector en la cara al complejo de Edipo de un post kirchnerismo no nato y de un peronismo en posición fetal. Uno que no arriesga, que descansa sobre lo que supo ser. Como en la película “Good bye Lenin”, resistiéndose a aceptar que la sociedad que quiere no es la que tiene. Que el costo de su miopía deriva del complejo de querer estar siempre seguro, refugiado en la idea de que “todo vuelva a la normalidad”, cuando no hay ninguna normalidad a la que volver. Como si el contexto maridara solo con endogamia. Como si el peronismo fuese algo que ocurre dentro de la política, pero fuera de la sociedad. Un no tan gigante, y menos vertebrado movimiento que hoy es más intenso que extenso.
Pero la Argentina es intolerante a las abstracciones, y los fascinados siempre son la intensa minoría. A la mayoría social argentina, esa que cuesta cartografiar, no le interesan los políticos que buscan quedar en los bronces, sino los que buscan materializarse en las cosas. El desafío para la política no es solo entender este tiempo, sino intervenir en él. Frente a la fascinación de la “novedad”, lo que realmente se necesita es una vuelta a lo esencial, a los problemas concretos que hacen al destino colectivo. Ahí es donde el peronismo, como tantas veces, se juega su futuro: reconectar con lo popular en su sentido más profundo o desaparecer entre sus propios rituales, transformándose en una postal de sí mismo. En otro bar temático de Palermo que quizás -también- sea administrado por los fascinados.
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