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La cuestión pendular en nuestro país se presenta como una tara obstinada a su desarrollo. Esto ha sido históricamente así. El país de los extremos donde “todo es Estado” o “nada es Estado”. Donde o “todo es política” o “nada debe ser política”. ¿No es acaso el propio Milei el hijo sano del infantilismo político del todo o nada ?. Poco importan esos diagnósticos que solo sirven para regodearse en el pesimismo charlatán.
Lo cierto es que ese vagabundeo por los extremos es el que aniquila la posibilidad de consensos nacionales más o menos estables. La resquebraja como un cristal ante cada simbronazo refundacional. Y quedan capas geológicas de frustraciones colectivas de las que nacen quiebres, como el que estamos viviendo. Quiebres en consensos que nunca tuvimos del todo.
Esta pregunta sobre como integrar racionalmente el concepto de nación recorrió toda la historia argentina. Desde Botana en «El orden conservador», Halperín Donghi en «Una nación para el desierto argentino», o -desde objetivos más operativos- Perón en «Modelo Argentino para el Proyecto Nacional». Con bemoles y antagonismos, todas las corrientes ideológicas han abrevado en esta misión comprensiva.
En 1973 Perón definió a la Argentina como “un país politizado, pero sin cultura política”. Años agitados donde los niveles de debate superaban -por lejos- los de hoy, pero donde las cosas se llevaron a extremos inconducentes. La manía de pensar en 2. Los extremos dicotómicos que atenazan al país y lo vuelven intenso, pero cíclico. Los disensos primarios que lo tienen de rehén.
Hoy este dilema se actualiza en la antitesis progresismo vs antiprogresismo. Ambos sobreactuados. Donde la política se desjerarquiza y la vida digital la degrada en consumo cultural. ¿Como pensar la Argentina en un partido de sordos?. ¿Como trazar la unidad nacional en un teatro de operaciones dispuesto para dejarla siempre en la fila de espera en la ventanilla de lo urgente?.
Siempre, después de un tiempo de huracanados vientos de ideologismos, la sensación general es que se vuelve al vacío. Y de esa tragedia, de la pregunta por cómo resolverla, surge el justicialismo como herramienta para salir por arriba de ese dilema nacional . Puede decirse que la tercera posición es, así, una suerte de armonización del vacío, un intervalo armónico entre opuestos.
Y no es que el peronismo no haya hecho méritos para ser vilipendiado como solución al problema. Pero en la película de la historia, ha sido siempre el espacio que mejor ha interpretado como construir una respuesta a una pregunta que nadie quiere responder: ¿cómo diseñamos un modelo de país más o menos estable?. 78 años de historia con competitividad electoral lo avalan.
De ahí la importancia vital del justicialismo para razonar de modo útlil en todos los aspectos de la vida. Útil porque no encorseta en 2. Piensa en 3. De ahí su equidistancia superadora y su obstinación por trascender los opuestos que funcionan como tenaza del país. Un equilibrio que no es neutral, sino orientado por la justicia social. Diluir los extremos para construir comunidad.
Siempre es mejor tener una verdad en la que creer que ninguna. Esta es la nuestra. Y en tiempos donde todo tiende a derrumbarse, tener una brújula argentina calibrada no es poco.