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Orden y Progresi(ISMO): El Laberinto del 2023

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«La batalla es grande, no sólo hay que derrotar a los que quieren poner de rodillas a la Argentina, sino que tenemos que lograr que en el espacio nacional y popular ni la progresia ni los conservadores tengan la iniciativa, porque sino eso puede ser un camino a la derrota.»



Néstor Carlos Kirchner (8/10/2010, Río Gallegos)

He planteado quizás demasiadas veces que es evidente que las actuales circunstancias han generado, en una buena parte de la población, una temperatura social de ira y de frustración. Existe un cansancio social y psicológico más o menos pronunciado, no sólo con la herencia macrista o con la fatiga multidimensional que produjo la pandemia, sino con el imaginario del progresismo , principal terminal ideológica de las acciones del actual gobierno. Y ese cocktail ha devenido en un rechazo más o menos violento hacia la política como actividad.  Sucede que así como por ahora existe una memoria reciente de como el bloque oligarquico-liberal liderado por Macri esquilmo al país y de cómo la pandemia afectó al mundo entero , el gobierno, acorralado por las infinitas urgencias de la hora, no ha mostrado un rumbo lo suficientemente claro ni convincente respecto del modelo de país que pretende implementar.

Al carecer las acciones de gobierno de orientación doctrinaria, el vacío es ocupado por la ideología progresista, que presenta enormes dificultades a la hora de vincularse con valores claves como el orden, la seguridad, la movilidad social ascendente con dinámica de méritos deseables para la realización de la comunidad (trabajo, esfuerzo, dedicación) y demás cuestiones que hacen a la representación de mayorías sociales. A todo esto, se suman la romantización de la pobreza y el vouyerismo político de funcionarios que comentan problemas en medios y redes sociales en lugar de resolverlos. Naturalmente, este conjunto de factores impactan en un deterioro fenomenal de la percepción social sobre calidad de la gestión pública, y en la merma de la confianza de la sociedad en el sistema institucional de representación.

En un escrito anterior, sostuve que sería ingenuo no ver que las franjas dirigenciales más organizadas del campo nacional están paradas sobre paradigmas que no se corresponden con las demandas sociales. Por eso hay lugares que no están organizados, demandas que no están representadas y estallan por los márgenes. Aquí la ideología progresista encuentra su principal problema: entender lo que denomina «derechas». Es un problema casi epistemológico. Es decir, las explica por el resultado de sus acciones, pero tiene una ceguera fenomenal para comprender sus causas. Sus bases y componentes sociales. Los profundos problemas colectivos y sentires que le dan sustento a determinados grupos políticos. Desde Macri a Vox. Desde Trump a Bolsonaro. Desde las colectas de Santi Maratea a la prédica libertaria de Milei, sobre la que hemos hablado aquí, señalando el crecimiento del libertiarianismo.

El crecimiento de la antipolítica se explica por varios factores. Para mencionar solo algunos, apuntamos los últimos 4 años de deterioro de la economía (con altibajos y una pandemia mundial mediante), la  falta de profundidad y sentido nacional en los debates, y un constante griterío de moralina de periodistas y comunicadores que vibran siempre en la frecuencia del esquema grietológico. Todo esto ha consolidado la espectacularización de la política, es decir, a la política como circo, y al ciudadano como espectador indignado.

Llevado a un plano más general, una buena parte de la sociedad se muestra cada vez más hostil con el «empate» del clivaje tradicional de la política argentina, esto es, el empate entre las dos identidades más representativas del debate nacional: peronismo y antiperonismo, o «la casta» según la precaria pero efectiva simplificación de Milei. Ambos deben mirar hacia afuera de sus nichos si quieren ganar en 2023. En este estado de cosas, los acuerdos que trasciendan el propio espacio se vuelven fundamentales cuando el rechazo contra la política se distingue cada vez menos entre las distintas fuerzas partidarias, de modo que aún si las fuerzas macristas volvieran al gobierno, deberían lidiar con este fenómeno. El problema político nacional es claro: a nadie le sobra representación, porque a nadie le sobran votos. A nadie le sobran banderas, porque a nadie le sobran ideas.  No obstante lo anterior, vale aclarar que este no es un fenómeno ni exclusivamente argentino, ni tampoco es un mal que aqueja sólo a los sectores del campo nacional.

Las agendas globalistas copan gran parte del sendero ideológico autóctono, llegando a la sobrerrepresentación de las agendas de minorías en un país cuyas mayorías permanecen en el ostracismo y son señaladas por «votar contra sí mismas». En general, la sentencia  viene acompañada por el típico revolucionarismo verbal cargado de una suerte de receta moral que «tranquiliza», porque ubica a quienes levantan el dedo en el lugar «correcto» y los señalados en el incorrecto. Los buenos y los malos, moralina patológica de la política de la que me ocuparé sobre el final.

 

En este marco, es poco probable que quienes hablan de «los más pobres» o de las «mayorías» estén en condiciones de comprender que esos «más pobres» o esas «mayorías» no tengan los mismos intereses que los representantes, sino que tengan intereses segmentados, y hasta contrapuestos. Esas mayorías divididas en trabajadores en blanco, cuentapropistas y desocupados están mal, pero como bien señalaba Max Weber, eso no las une automáticamente, ni estimula la solidaridad entre ellas. Cómo escribe el amigo Abel Fernández: 

«Es una fantasía idiota suponer que el 95% de la población tiene intereses comunes, enfrentados a los intereses del 5% más rico. Ese 95% (bah, cualquier porcentaje) tiene intereses segmentados, y, en lo inmediato, que es lo que importa a la mayoría, enfrentados entre sí. Y los bienintencionados que quieren para nuestro país una distribución menos desequilibrada de ingresos y beneficios, como la que existía medio siglo atrás -y que hace una sociedad más productiva y dinámica- deben asumir el problema de los «representates de artistas». Que pueden ser buenos representantes, pero generalmente no son artistas.”

La política, el hecho maldito del país ideologista

De cara a 2023, el campo nacional debe elegir un candidato/a con capacidad de recuperar los millones de votos que perdió el FdT en las últimas elecciones. En este sentido, digamos que el equilibrio tensional del oficialismo no implica falta de sensatez de su principal accionista, Cristina, que por lo general suele ser más pragmática y criteriosa que las franjas más emocionales de cristinistas. Sin duda la vice, depositaria del mayor caudal de votos, apoyará a quien tenga reales posibilidades de ganar. Sin embargo, para allanar ese camino, el Frente de Todos en su conjunto deberá desterrar fantasmas de sus filas lo más pronto posible. Entre ellos, el fantasma de “los buenos” vs el de “los malos”. Esta moralina es la que da como resultado el naufragio en la cultura de “los mejores”,   que son demasiado pocos. La propia consolidación del Frente de Todos es un buen aprendizaje de superación en tal sentido.

El espacio nacional-popular debe evitar profesar vocación de minoría intensa, aspiracional, pura y moralista. Porque como diría un Perón irónico «los hay progres y ortodoxos, pero son todos ideologistas», es decir, ambos bordes del péndulo priorizan las morisquetas retóricas y el regodeo en lo discursivo olvidando que la cabeza piensa donde los pies pisan. Y la cabeza de buena parte de nuestro pueblo no pisa ese suelo iluminista y vagabundo, sino uno mucho más deteriorado por la situación económica y social. Es en este sentido que la actividad política se justifica si, y sólo si, sirve para cambiar la realidad, porque lo que importa no es tener razón, sino tener éxito. Los que están -o creen estar en política- para sentir que están del lado de los “buenos”, y no apoyan nunca a “los malos”, deberían enviar sus CV a Santi Maratea. 

Hoy la realidad marca un macrismo revivido dispuesto a darle un marco de convivencia a halcones y palomas, el crecimiento constante del emergente libertario, y el troskismo tercera fuerza nacional. Si el peronismo no comienza ya mismo a nutrir su doctrina con sus tradicionales y nuevos componentes históricos (soluciones concretas para las víctimas de la “cultura del descarte” marcadas por Francisco), la crisis de representación caerá sobre el sistema institucional argentino como una bomba nuclear y la sociedad irá hacia los bordes. En este sentido, debatir lo que se plantea como clausurado es la clave para que el movimiento mantenga su principal virtud: la capacidad adaptativa de representación de mayorías, mayorías que nunca son iguales a sí mismas en su trayectoria histórica. 

Cómo sostuve en otra oportunidad, la cuestión no pasa por un cambio de nombres, sino por un cambio de orientación de la política económica y social. Y este cambio de orientación política debe obedecer, no tanto al resultado electoral, sino a que tenga sentido hablar de “dos modelos”. El del macrismo es muy claro, pero el que habitamos de este lado requiere de más sustancia para hacerlo inteligible a la población. Lo sostuvimos de este modo antes de las PASO, cuando señalamos que el oficialismo debía “brindarle a su base de sustentación electoral, a desencantados y desencantadas, y también a indecisos e indecisas, más motivos para sufragar por el Frente de Todos que el temor a la vuelta del macrismo».

Es mejor ser reiterativo que insustancial, y por eso vuelvo a señalar que ya existía un cansancio social pronunciado con la cosmovisión porteña e iluminista que monopolizó la mayoría de los diagnósticos y erráticos manejos del gobierno hasta las PASO. Lo hemos dicho, quizás demasiado: todo electorado vota un imaginario de “orden”, algo que el peronismo está en condiciones de ofrecer porque tiene una doctrina que así lo establece. No es una consideración ideológica impracticable, sino una orientación de gobierno con raíces y realizaciones históricas concretas. Esa es la idea de comunidad organizada: organizada en torno al trabajo, la seguridad, la educación, la salud, y la movilidad social ascendente.

Solo el planteo objetivo de los problemas permitirá superarlos, y trazar un horizonte de mediano plazo que dote de certidumbre el arenoso camino para el desarrollo argentino. El gobierno no solo debe «tranquilizar la economía», sino redistribuir el ingreso (esto es: afectar intereses), estabilizar nuestra moneda, y reemplazar administración por política para lograr una síntesis doctrinaria que contenga a todos sus componentes, jerarquizando los objetivos comunes por sobre los matices. Solo así podrá ofrecer «algo en lo que creer» y configurar un nuevo tipo de alianza histórica que salve al país de una vuelta del proyecto oligarquico-liberal que se retiró -vale recordarlo- con el 40% de los votos.

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