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Algunas mañanas antes de empezar el día, cuando estoy en la cocina tomando unos mates con el agua casi hervida como me enseñó el viejo, disfrutando del silencio y los olores que regala el campo a esa hora, me acuerdo de todo: de las mujeres, de la casa, de Saralegui y del chico, sobre todo ese chico, y por un momento mi tranquilidad se esfuma y el cuerpo se me eriza. Dura poco, porque enseguida para salir del trance miro a mi alrededor y me calmo, y agradezco que ahora aquello sea sólo un recuerdo. Un maldito recuerdo, mejor dicho.
Todo sucedió en los instantes en que ese muchachito me clavó la mirada. Tenía la cabeza muy grande para su cuerpo diminuto, tal vez su parva de pelo renegrido y enrulado la agrandaba un poco más. No sé, pero la cabeza parecía de otro cuerpo. La tez de su piel era blanca, con un leve tono amarillento. Y sus ojos… sus ojos también eran enormes, y perturbadores.
Ese día en la comisaría tardé unos minutos en ver al chico, porque hasta que una de las mujeres lo nombró se mantuvo escondido detrás de ella, sin dar señales de su existencia. Cuando dio un par de pasos y se puso frente a mí me transmitió una energía que nunca más volví a sentir. Fue muy raro lo que me pasó desde entonces. No sé si fue por el nerviosismo que me generaba la situación o si todo me lo provocó ese ser extraño, pero el cuerpo se me congeló durante unos segundos, y mis brazos y mis pies cobraron autonomía. Tuve la certeza de que hice un par de movimientos que no fueron dirigidos por mi cabeza.
—Este es mi chico, el Nazareno. Le juro que lo que le digo es así, tienen que hacer algo —suplicó la más joven de las mujeres.
La mujer más vieja no pronunciaba palabra, se limitaba a mirar con frialdad como si fuera ajena a lo que sucedía. La otra, al ver que yo no hacía nada, volvió a arremeter. Se acercó un par de pasos hasta casi quedar pegada al escritorio.
—¡En mi casa están pasando cosas raras!
La mujer pareció vomitar la frase con el último aliento que le quedaba, porque después que las palabras salieran de su boca, cerró los ojos y lanzó un suspiro. En ese momento el chico volvió a entrar en escena, caminó en círculos hasta quedar en el centro de la sala, alzó los brazos y volvió a bajarlos con un movimiento brusco, como si hiciera una reverencia. Sus ojos quedaron en blanco, los abrió bien grande y se desplomó.
—¡Llamen a una ambulancia!— gritó la mujer más joven.
Cuando iba a agarrar el teléfono para llamar, sentí que alguien me tocaba con extrema suavidad el hombro. Me di vuelta y la mujer más vieja estaba detrás de mí. Movía su boca masticando algo de forma exagerada.
—Vayamos a casa mejor, el chico ya se va a despertar, oficial.
Quedé inmóvil. La presencia de esa mujer tenía, al igual que el chico, un magnetismo extraño. Cuando estaba saliendo de la comisaría con ellas me crucé con el comisario Saralegui, que me interceptó sorprendido.
—¿Dónde estás yendo? —me dijo agarrándome del brazo.
Traté de ser lo más sintético posible, hilando un par de palabras, y, sin dar muchas vueltas, terminé pidiéndole por favor que viniera con nosotros. Saralegui me miró extrañado, pero no dudó en seguir nuestros pasos.
En el camino, le di más detalles. No muchos, porque a decir verdad yo tampoco sabía demasiado y, en ese momento, dudaba si quería saber más. Mientras caminaba, miraba de reojo al chico que permanecía en un sopor distante, en posición fetal. El bueno de Saralegui lo llevaba entre sus brazos, se lo había pedido la mujer más vieja y él había obedecido sin oponerse.
Media cuadra antes de llegar vimos el amontonamiento de gente que había afuera de la casa. Los rumores en los pueblos corren más rápido que las liebres. De fondo se escuchaba un murmullo turbado.
Pasamos entre la gente y Saralegui con las mujeres y el chico, que había recobrado la conciencia en un abrir y cerrar de ojos unos pocos metros antes de llegar, se mandaron para la casa. Yo inventé una excusa para quedarme afuera. Algo me decía que no debía entrar, no me gustaba nada el panorama. No tardé en escabullirme entre la multitud por si al comisario se le ocurría llamarme. Caminaba en círculos sin saber para dónde disparar. Me había impactado cómo el chico había despertado así como si nada y le había ordenado a Saralegui que lo baje como si fuera su patrón.
Estaba enredado en mis pensamientos y en mis pasos de autómata cuando casi sin darme cuenta Roberto Manriquez, uno de los vecinos, se acercó a preguntarme si lo que se comentaba era verdad y a exigirme de mala manera una explicación.
A la pregunta de él se le sumó la inmediata sentencia del paisano Herrera.
—¡El chico tiene poderes!
El paisano Herrera dio tal grito que se escuchó una cuadra a la redonda y lo peor fue que emanó un aliento a vino que hizo que la gente que estaba a su lado se alejara unos metros. Después de su intervención, se fue caminando hacia la esquina sin mirar atrás.
Pasaron unos cuantos minutos en los que seguí deambulando entre la gente, esperando que las cosas se solucionaran como por arte de magia. La puerta de la casa permanecía cerrada y no se escuchaba nada, y yo dudaba en acompañar a Saralegui. En realidad, sabía que mi deber era ir, pero tenía mucho miedo.
Seguí caminando de un lado para el otro hasta que la puerta se abrió y salió Saralegui corriendo desorientado, con una expresión de inconfundible terror en su cara y tenía algo raro en la mirada. Al encontrarme, se detuvo frente a mí y me zamarreó un par de veces. No pestañeaba, parecía otra persona.
—No sé qué carajo pasa. Vuelan los platos, los cubiertos y los vasos. El chico… El chico hace que se muevan. ¡Tiene algo en los ojos! ¡Tiene algo en los ojos!
El grito del comisario me hizo retroceder un par de pasos. Otra vez atiné a salir corriendo, pero me contuve. Miré hacia la casa, buscándole alguna explicación a lo que decía Saralegui, pero no se veía nada, la puerta estaba cerrada. De repente, por primera vez en el día, tuve el impulso valiente de meterme y ver las cosas yo mismo. Cuando estaba decidido, Saralegui me agarró del brazo y me suplicó que no entrara. Seguía hipnotizado.
El ruego de mi superior me volvía a llenar de dudas. Se me ocurrió pedir refuerzos porque otra no me quedaba. Para mi desgracia fui a agarrar el handy y me di cuenta de que con el apuro me lo había olvidado arriba del escritorio. Le quité a Saralegui el suyo, pero no funcionaba. Comencé a desesperarme.
—Entre, por favor.
La voz metálica provenía desde la casa. La mujer más vieja estaba en el umbral de la puerta y me miraba con una frialdad que me invitaba a no hacerle caso y salir corriendo. Detrás de ella quedaba el rancho que ensombrecía el paisaje: tenía una puerta madera pintada de un celeste muy gastado por los rayos del sol y las chapas pintadas blanco estaban tapadas en gran parte por yuyos. El rancho no tenía ventanas y el patio era de tierra. Estaba todo muy venido abajo, como detenido en el tiempo, al igual que las mujeres y el chico.
Unos segundos después del llamado, apareció Nazareno. Movió sus ojos de una forma extraña hasta que me encontró. Volví a sentirme petrificado al sentir la fuerza de su mirada en la mía.
El chico me indicó que entrara. Mis pies volvieron a moverse solos, o al menos eso percibí yo. Cerré los ojos, porque habían empezado a dolerme, y caminé hacia él, con el mismo terror que tenía Saralegui en su cara.
En el camino, a pocos metros de entrar a la casa, Saralegui volvió a interceptarme. Seguía en un trance. Esta vez se arrodilló, junto sus manos como si fuera a rezar y me imploró para que me quedará afuera. Era un hombre en estado de delirio. No le hice caso y seguí mi camino hacia la casa.
Nazareno ya no estaba en la puerta. Escuché un sin fin de ruidos que se superponían. Eran como golpes y movimientos de muebles. Me salió un grito desde adentro.
—¿Qué pasa ahí?
Una voz, ya conocida, me respondió.
—Entre oficial, lo estamos esperando desde hace rato.
Mi única certeza en ese momento era que ya no podía evitar entrar. La casa y yo. Y las dos mujeres. Y el chico. Ese chico del demonio. Segundos antes de pasar el umbral de la puerta, recordé el día que le había dicho a mi viejo que abandonaba el trabajo en el campo porque quería ser policía. Maldije mi decisión.
—En el pueblo las cosas son fuleras. Y mucho más, si vas a andar de milico.
Yo no supe qué responderle en aquel entonces. El viejo no era de hablar mucho, pero cuando lo hacía sus palabras no eran en vano, siempre tenían el peso justo y las largaba en el momento indicado.
—Algún día te vas a acordar de estas palabras, lamentablemente. Lo único que vas a encontrar en el pueblo son fullerías.
Fullerías… nunca más había escuchado esa palabra que ahora volvía resonar con fuerza en mi cabeza. Sentí una mano sobre mi brazo izquierdo y salí abruptamente de mi recuerdo. Ya estaba adentro de la casa. La oscuridad ahí era inmensa. Sólo podía ver el brillo de los ojos del chico posados sobre mí. Era como la luz mala. Fue lo último que vi antes de desvanecerme.
Unas cuantas horas después me desperté en el hospital, mareado y con muy poca energía. Veía todo nublado, sólo distinguía sobras. Sentado al lado de mi cama estaba Carolio, el dueño del almacén que quedaba a la vuelta de la casa. Me dijo que quería hablar conmigo urgente, estaba desesperado, casi que gritaba.
—¡Yo vi todo, oficial! Anoche me escondí detrás de un árbol, en la parte trasera de la casa, y vi cómo armaron todo. ¡Se lo juro!
Yo lo saqué carpiendo, le dije que todavía estaba muy débil, que si quería que pase por la comisaría a declarar, pero que ahora no era el momento. Y el hombre se fue dando un portazo, mascullando bronca. Yo no quería enterarme de nada, en realidad, ya había tenido suficiente, pero lo extraño fue que Carolio nunca pasó por la comisaría y que encima, al poco tiempo, cerró el almacén y, según dicen, no se lo vio más.
Y a mí no me da vergüenza reconocer que después de terminar la licencia que pedí me volví al campo. Quise huir del pueblo y de la gente del pueblo. Además, yo ya no era el mismo, poco podía hacer en la comisaría, y mucho menos como policía. Entre vacas y caballos ahora estoy mucho mejor. Manso. Acá no hay nada extraño.
De vez en cuando vuelvo con el peón a para hacer algún mandado y sobre todo para visitar al pobre de Saralegui. Él sí que que cayó en desgracia. No se pudo recuperar nunca. La mujer lo puso en un loquero y después lo dejó. Sólo le quedó una hermana que se encarga de cobrarle la pensión.
Cada vez habla menos Saralegui, las enfermeras me dicen que casi ni come y que tiene la mirada como perdida. Me da un poco de impresión que esté así, pero igual voy. Los hombres de bien no se borran en las difíciles. El peón me cuenta que siempre que me ve se le escapan un par de lágrimas, debe ser porque no se acostumbra a verme con el bastón y los anteojos negros que uso ahora, pero yo me siento bien, en paz. Pero él, en nuestros encuentros no hace otra cosa que balbucear un nombre que los dos conocemos de memoria. Nazareno, Nazareno, repite el pobre, con las pocas fuerzas para vivir que le quedan.
Sebastian Reinaga
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