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El gran afuera

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@zoncerasabiertas

La diáspora amarilla

El último domingo porteño actuó como un laboratorio significativo de tendencias y estrategias proyectables a escalas mayores. Y si bien es cierto que no toda elección de estas características es «nacionalizable», la porteña y la bonaerense son las únicas dos en las que esto es factible. LLA nacionalizó la elección. Y ganó.

En un contexto de baja participación electoral, la movilización efectiva queda en manos de los aparatos partidarios, los núcleos duros y aquellos sectores que sienten que algo tienen para perder si no participan activamente.

La apatía, expresada en las recientes cinco elecciones a nivel provincial, proyectó su sombra también sobre la Ciudad. Frente a una política saturada de impostaciones y vaciada de propuestas, los ciudadanos reaccionan con indiferencia. Sin embargo la baja participación , a pesar del fatalismo ahistórico de algunos comunicadores,  no significa la muerte lenta de «la política». Se trata, más bien, de una rebelión pacífica contra la teatralizacion de la política (de la que muchos comunicadores participan), y no contra la política en sí. Pero volveremos con más detalle sobre esto, más adelante.

 

 

Fuente: Poliedro Data 

En la ciudad-puerto, la diáspora del PRO, además de marcar una demolición a nivel partidario, esconde una constante: el antiperonismo (entendido como categoría política, no moral) tiene quién lo represente.

La suma de votos de LLA, Marra, PRO y Larreta da unos habituales 56%. Esto revela un simple traslado de votantes de un espacio a otro dentro de la misma composición política.

El PRO, que se presentaba como un proyecto de mercado amigable, aperturista y dirigido a una clase media-alta moderna, experimenta una implosión notable. Quedó tercero en la ciudad que gobernó durante casi dos décadas, y sus dirigentes y votantes parecen destinados a seguir siendo absorbidos por La Libertad Avanza. Parece que la fuerza “fácilmente infiltrable” no lo era tanto. Y también que al “Ángel Exterminador” ya no le queda a nadie por exterminar. Todos se han ido. 

El partido nacido al calor de la Ciudad Puerto que junto al peronismo había organizado los clivajes mayoritarios del país hoy vive la rebelión violenta del primo “grasa”, pero exitoso; ese que le da vergüenza. Y debe acomodarse en fila india tras la imaginación política libertaria. Las opciones son pocas: ceder en la Provincia de Buenos Aires o condenarse al vecinalismo.

Separación 

“La dirigencia política -dice estaba tan asustada con el clima social y el reclamo del «que se vayan todos» que muchos legisladores iban vestidos de sport al Congreso, y una vez ahí tomaban el traje que habían dejado colgado en sus oficinas y se lo ponían antes de las sesiones. Al finalizar la jornada volvían a dejar el traje en el perchero, llamaban un taxi y, tan subrepticiamente como habían llegado, volvían a irse con su ropa sport.” 

Jorge Remes Lenicov (Ex ministro de economía de Duhalde) – «115 días para desarmar la bomba»

 

En la serie «Severance» (cuya imagen de portada ilustra esta nota), los empleados de la corporación Lumon Industries se someten a un procedimiento quirúrgico que divide su conciencia en dos: una laboral y otra personal, incomunicadas y desconocidas entre sí. Esta dualidad extrema refleja una fractura profunda en la identidad y la percepción de la realidad, elegida para evitar enfrentar un dolor profundo. En el caso del protagonista Mark. S., se trata de un duelo. De manera similar, la política argentina actual parece haber experimentado una separación propia, donde las élites dirigentes y la sociedad real operan en esferas completamente separadas, incapaces de comunicarse o comprenderse mutuamente.

El mundo politizado transcurre en una ventana hipersegmentada y estrecha: un círculo de mejores amigos que organiza ex funcionarios y funcionarios, pasilleros ministeriales, influencers, periodistas y consultores reciclados que definen los parámetros de lo decible. Son tiempos de nieve tóxica para gran parte de la dirigencia política, que no se anima a salir afuera de sí misma, y encuentra -en el mejor de los casos- en la consultoría y el streaming un combo que le sirve de muleta ortopédica para su rengo caminar y su desierto de ideas.

Decíamos hace unos meses que el fenómeno Milei abrió una tranquera simbólica para que muchos vieran la oportunidad de “ajustar cuentas” con una dirigencia sorda, lejana y autorreferencial. La bronca acumulada encontró varios cauces de los cuales el presidente es sólo uno, y se tradujo en desconfianza estructural hacia todo lo intermedio: partidos, sindicatos, medios. Es que habitamos un tiempo donde la vara quedó tan baja que cualquiera “se le anima” a la política. 

 

Sucede que después de los 8 años  que abarcan los gobiernos de Mauricio Macri  y Alberto, esa edad geológica de la política como  cosmetología , la venganza del espectador prevalece como marca de época. Estos  son los fermentos de la endogamia y el repliegue del mundo político sobre sí mismo, que amplía aceleradamente los rangos de distancia con “el afuera” con el que no puede conectar ni mucho menos comprender.  

Sin embargo, tiempo atrás el peronismo habitó tiempos de apatía y desintegración en los que, con bemoles, calibró su brújula para leer ese pulso inestable que cimenta los escenarios de un país intenso como el nuestro. Menem, Duhalde y Kirchner no fueron “productos de época”, condujeron la época.

Duhalde, les decía a las manzaneras: «No digan que son peronistas, aunque todo el mundo sepa que lo son».. Lo importante no era decirlo, sino hacerlo. Hacer el peronismo que pedía la época. Por su lado, Néstor Kirchner afinaba la antena económica con otra regla simple: “No jodan con el dólar. No jodan con la clase media”. El famoso “todo en su medida y armoniosamente” de Perón no era una cita para la remera, era una guía de uso del tablero emocional de la sociedad: saber qué interruptor tocar y cuál no. Y sobre todo tener el tempo del «cuando» hacerlo. Porque en política, a veces, el secreto está en no romper mucho las pelotas.

La corriente social libertaria aprovecha políticamente el contexto y camina los arenosos suelos del malentendido entre política y sociedad. Pero Milei no es la causa, ni mucho menos la solución, sino el emergente de esta fractura profunda en el escenario argentino. Y lo lee, hasta ahora, mejor que ningún otro dirigente político de la actualidad. 

 

Las campañas del desierto

Para entender este presente, es útil volver a los momentos en que el peronismo comenzó a ceder terreno sin procesarlo del todo. Hay que ir casi  dos años atrás para atravesar de modo honesto a una de las etapas del duelo: la campaña de Sergio Massa. 

El tigrense era, por lejos, el mejor candidato posible, en el peor momento posible. Pocos dirigentes tenían y tienen tantas ganas de ser su propio jefe. Sin embargo, la campaña del “Tipo normal”  fue una muestra zombificada de prácticas, estéticas y mensajes ya caducos. Dos imágenes resultan representativas: Milei siendo insultado en el Teatro Colón, y Massa abrazado a “los chicos del Pelle”. Defender el statu quo del lado de adentro dejó al peronismo culturalmente KO y con la ñata contra el vidrio, lo que se consumó con la alianza entre parte del PRO y LLA, que ganó por 10 puntos de diferencia. 

Esto es notable considerando que la campaña se llevó a cabo hace solo dos años, un período que parece mucho más largo debido a la aceleración del ritmo actual. Pero la acumulación de rencores y el espectáculo de la política como casa sin cortinas venía abriéndose paso subterráneamente.

En noviembre de 2024, decíamos que pareciera que el peronismo fuese algo que ocurre dentro de la política, pero fuera de la sociedad. Un no tan gigante, y menos vertebrado movimiento que hoy es más intenso que extenso. La campaña de 2023 fue, en definitiva, un intento desesperado por mantener viva una forma de hacer política. Una que ya había decidido practicar una eutanasia contra sí misma. 

Con sus viejos trucos discursivos y estéticos, representó la última resistencia de un peronismo atrapado en una conciencia laboral que no logra ver ni entender la sociedad que gobernó. Y al que no le alcanza con quitarse de encima el lastre de la figura de Alberto Fernandez, que funciona como un chivo expiatorio lógico y casi obligado para no asumir que es el propio movimiento el que se encuentra en posición fetal. Contemplando lo que supo ser.

Poco se podía hacer porque, a decir verdad, las campañas no sirven de mucho, salvo cuando busca instalarse algo nuevo. Pero ante un baño de realidad que era tan inminente, significó apenas un parche de sloganes, de invocaciones a la lámpara de Aladino de la cual ya no salen genios, pero también una confesión tácita de la falta de proyecto de país.

En general el éxito electoral se debe a una correcta interpretación de corrientes sociales previas, no generadas por una campaña. Y en ese marco es en el que decimos que en la Argentina no hay centro político real a disputar. No es necesario leer ni mandar a leer los “Ingenieros del caos” para dar cuenta de que, en un contexto como el actual, las fuerzas buscan consolidar un núcleo y luego atraer a los que no quieren que gane el otro. No hay batalla por el medio, sino por la emoción más negativa disponible. Desde diciembre de 2023 el mileísmo lo ha logrado con éxito en varias elecciones. El peronismo, en ninguna, hasta ahora. 

Por ahora conducir es indignar, pero más temprano que tarde el  oficialismo enfrentará el dilema de probar que su base electoral está fundada en la adhesión a sus ideas, y no solamente en el profundo rechazo a la clase dirigente tradicional. 

La batalla intermedia

La elección provincial en Buenos Aires será una batalla definitoria para trazar los contornos de la nueva cartografía política del país. Con una posible buena performance del peronismo dada la polarización existente en un contexto económico crítico para el oficialismo nacional, el peronismo deberá «pasar el invierno».

Antes esto, como viene ocurriendo, el gobierno reforzará su posición incluso ante errores evidentes, aunque esta narrativa tiene fecha de vencimiento si las condiciones sociales no mejoran. Sucede que Milei aún sigue siendo la barrera contra el regreso del kirchnerismo/peronismo, cuya separación semántica debe quedar guardada para ejercicios retóricos en charlas de café. En este contexto, un peronismo que no responda por igual al nombre de kirchnerismo, y viceversa, será carne de cañón del armado libertario provincial, que lo empujará a dar un salto ornamental en la pileta de la derrota, y de ese modo, tendrá allanado el camino para direccionar a todo al país a una dimensión totalmente desconocida.

Milei sigue absorbiendo con eficacia el voto que alguna vez fue de Juntos por el Cambio, mientras comienza a soltar —no completamente, pero sí en dosis significativas— el voto popular que supo reunir en 2023. El peronismo, mientras tanto, no logra recuperarlo. Y no por falta de voluntad, sino por algo más elemental: todavía no hay una propuesta nacional que convoque, emocione o siquiera ordene.

En una sociedad cansada de los mismos mensajeros, además de diseñar un buen mensaje, el peronismo deberá encontrar —y pulir— una figura que lo encarne con legitimidad y novedad. Y se sabe que el gigante invertebrado no ha hecho un gran trabajo de divisiones inferiores, pero también que hay demasiados bastones y solo dos mariscales concretos. Los que, justamente, se vienen disputando la conducción: CFK y Kicillof. Pero el contexto obliga a otra cosa: “Si no podemos estar juntos, estaremos amontonados”. Hay que pasar el invierno. 

El movimiento fundado por Juan Perón, que definimos en artículos anteriorescomo ese boliche plagado de patovicas ideológicos al que ya no ingresa tanta gente, necesita una estrategia común frente al avance del mileísmo. Pero esa estrategia no puede ser más de lo mismo. Deberá ser disruptiva, inesperada y capaz de moverse en un terreno donde la disputa ya es, cada vez más, cognitiva.

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