Tiempo de lectura 6 minutos
«(…)Un general, si es a la vez un conductor, no solo ha de mandar su ejército. Es menester que personalmente lo forme, que lo dote, lo organice, lo alimente y lo instruya. A menudo con el conductor muere también su ejército. Sobreviven de ellos su gloria, su tradición y su ejemplo.
He dicho que ello solo sucede cuando coincide en un hombre el general con el conductor. Asunto que rara vez ha sucedido en la historia.
El general se hace; el conductor nace.
El general es un técnico; el conductor es un artista.
San Martín, con Napoleón, son los dos únicos hombres que en el siglo XIX llenan tales características del arte guerrero; por eso son ellos también las más altas cumbres del genio de la historia militar de ese siglo.
Generalmente, un conductor es un maestro. Su escuela llena también su siglo. Su ejemplo adoctrina las sucesivas generaciones de un ejército o de un pueblo. La orientación sanmartiniana en nuestro ejército y en nuestro pueblo ha sido la más decisiva influencia de perfección y de grandeza.
La producción extraordinaria de su genio no fue más fecunda y arrolladora que la fuerza invencible de sus virtudes: por eso era un conductor.
Si era un estratega, era primero un hombre. Por eso puso al servicio de su causa la técnica de su profesión. Fue desde entonces el hombre y el conductor de una causa. Por eso era invencible.
Como no concibo un hombre sin alma, nunca he concebido un conductor sin causa. La grandeza de San Martín fue precisamente la de haber sido el hombre de una causa: la independencia de la Patria. Él confiesa haber vivido sólo para esa causa.
La verdadera grandeza de los conductores estriba precisamente en que no viven para ellos, sino para los demás. Pareciera que la naturaleza, en su infinita sabiduría, al dotar a los hombres, carga extraordinariamente en la dosificación del egoísmo, pero evita cuidadosamente que este ingrediente contamine las almas de los grandes hombres. Por eso son grandes.
A menudo la historia no acierta a discernir la infinita variedad de matices que la creación de los grandes hombres ofrece a la contemplación del futuro.
El arte militar, como los demás, presupone creación, que es la suprema condición del arte. San Martín era un artista; por eso no pudo conformarse con andar por entre las cosas ya creadas por los otros. Se puso febrilmente a crear, y con esa creación revolucionó las ideas y los hechos, ante la incredulidad de los mediocres, ante el escepticismo de los incapaces, y bajo la crítica, la intriga y la calumnia de los malintencionados. Sobre todos ellos triunfó, porque “la victoria es de Dios”.
Nada hay más adverso al genio que el mediocre; sobre todo, el mediocre evolucionado e ilustrado. No podrá concebir jamás que otro realice lo que no es capaz de realizar; porque cada uno concibe dentro de su capacidad de realización, y los mediocres vuelan bajo y en bandada, como los gorriones, en tanto que los cóndores van solos.
Conducir es arte simple y todo de ejecución; por eso es difícil. Es la aplicación armónicamente combinada de los principios del arte con los factores materiales y morales de las fuerzas, con el terreno y las circunstancias. A menudo, cuando solo se dispone de generales, las fuerzas son todo. Cuando se dispone de un conductor, decía Napoleón, el hombre lo es todo, los hombres no son nada.
El arte de la conducción tiene, como todas las artes, su técnica, representada por los propios principios que rigen la conducción y las reglas para el empleo mecánico de las fuerzas. Pero, por sobre todo ello, está el conductor. Lo primero representa la parte inerte del arte, el conductor es su parte vital.
Por eso San Martín, al comparar sus fuerzas con las realistas existentes en Chile, que eran doble número, ha de haber calculado más o menos así: “Tengo 3.000 hombres y yo que sumados hacemos los 6.000 que necesitamos”.
Los hechos mismos le dieron razón al genio estratégico del Gran Capitán.
El conductor ha de sentirse apoyado y asistido por su buena estrella. Ello le da la decisión y fortaleza de carácter que lo impulsa a jugar decisivamente su destino en cada ocasión. Reza un viejo poema árabe que se grababa en las hojas de los sables: “La cobardía es una vergüenza, y el valor es una virtud. Y aún cobarde, el hombre no escapa a su destino. Vive digno y muere también digno, entre el chocar de las espadas y el tremolar de las banderas”. Sin esto la victoria no es posible. Por eso, San Martín, frente a todos los escepticismos y a todos los renunciamientos de la época, juega todo a una carta y vence, porque Dios ayuda a los valerosos cuando tienen genio, sino suele estar de parte de los batallones más numerosos.
Como técnico, San Martín es también la maravilla de la época. Formó un ejército de la nada, con el concepto de “la Nación en armas”, que solo un siglo después fue mencionado por los estrategos más famosos. Con ese ejército, que fue fuerza y escuela, pasó las cordilleras más elevadas que tropa alguna haya cruzado. Con una maniobra estratégica que maravilla por lo ingeniosa en su concepción y perfecta en su realización, llega a la batalla decisiva de Chacabuco, pero que la había ganado antes de ponerse en marcha, en Mendoza.
Esa extraordinaria previsión, esa perfecta preparación y esa acabada realización sólo se presentan cuando los genios conducen.
San Martín, como Napoleón en Europa, es un revolucionario en los métodos de guerra de esta parte del mundo. Es un creador, jamás un imitador. Por eso lo vemos como maestro, como jefe, como artesano, como político, como gobernante, como estadista y como guerrero. Los hombres superiores, a menudo, sirven para dirigir todo eso. Después de ellos, venimos los hombres comunes, que, bien dirigidos, servimos para todo o no servimos para nada.
Como general, como conductor, como hombre y como ciudadano, San Martín es una sola cosa: lo que debe ser, según su propia sentencia.
En la vida y en el destino de las naciones, aparecen muy de tanto en tanto estos hombres extraordinarios que, con una época, fijan una gloria y establecen una tradición. En que los demás sepan emular su gloria y prolongar su tradición es en lo que estriba la grandeza de esos pueblos.
En este acto solemne de clausura del Año Sanmartiniano de 1950, desde este solar glorioso de Cuyo, en nombre de la Patria misma, deseo exhortar a todos los argentinos para que, emulando las virtudes del Gran Capitán, tengamos la mirada fija en los supremos intereses de la Patria, en la felicidad de todos sus habitantes y la realización de su grandeza.»
Discurso del General Perón en el acto de clausura del Congreso Nacional de Historia del Libertador General José de San Martín.Mendoza, 31-12-1950
Add a Comment