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“Me dejé tentar por eso de creer que sobre diez millones de votos yo tenía toda la autoridad; y me encontré con que al poder hay que conquistarlo todos los días.”
Fernando De la Rúa
Con un gobierno nacional que se mueve entre el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el desacuerdo con Mauricio Macri, entre el cachetazo de realidad de septiembre y lo lejano que le queda octubre, retomamos lo dicho en febrero, cuando publicamos “El golem acelera”:
“No es la oposición el principal obstáculo del gobierno, sino su propia incapacidad de sostener un relato que resista la prueba del tiempo. Porque en la política, como en los mercados, la especulación sin fundamentos termina mal (no para todos, naturalmente). Ya lo decía el viejo líder justicialista: ‘El poder es como la plata: se gana, se pierde y se recupera, pero la autoridad es como la vergüenza: una vez que se pierde, no se recupera nunca más…’.
Es que el presidente “especialista en crecimiento con o sin dinero”, no enfrenta una resistencia organizada sino algo más letal: el desencanto silencioso, el rencor que se acumula como la lava de un volcán, la frustración que no se mide en likes ni en movilizaciones, sino en la fría evaluación social de una ciudadanía que ya ha visto muchas burbujas estallar. Que está harta de la cosmetología ideologista como único menú desde 2016 a la fecha.
En este sentido, el dato político que queremos enfatizar aquí es que confundir militantes con ciudadanos, métricas de redes con legitimidad política, es un error de época que sólo acelera su propio ocaso.”
En segunda instancia, en abril publicamos “Lo mismo que a usted”, que oficia de primer parte en esta saga. Allí recordábamos la relación tóxica con el FMI, ahora remasterizada. Macri lo trajo de vuelta en 2018 con un préstamo récord que terminó devorándolo. Y decíamos que Milei creía, conmovedoramente, que su destino era distinto.
La historia económica argentina se divide en dos grandes etapas: una Argentina peronista desde 1945 hasta mediados de los ’70, industrialista y orientada al mercado interno, con crecimientos similares a países como Australia o Nueva Zelanda, y otra Argentina pos-peronista desde entonces.
Desde Martínez de Hoz hasta Milei, pasando por Menem y Macri, vivimos alternando proyectos neoliberales, aperturistas, anti-industrialistas y financierizados. Todos diferentes, sí, pero con la misma aversión al Estado regulador y una hostilidad sistemática a cualquier política industrial activa. El deambular por los extremos de estatismo y antiestatismo indica no solo condiciones históricas cambiantes, sino también la pérdida del sentido doctrinario en la concepción de lo político.
Por eso sosteníamos que “esto que ahora intenta Milei, como la realidad irá demostrando de modo cada vez más cruel, no es nuevo: es neoliberalismo tardío, profundamente ideologista, colgado de su propio cráneo moribundo.”
Milei, Macri y el espejo astillado
Macri ya no espera el llamado. El ángel exterminador, que ya no tiene a quien exterminar, se cansó de mandar señales. Su entorno se limita a observar cómo la administración libertaria se desangra, atrapada en sus propias internas y jaqueada por la fuga de dólares. En sus filas todavía resuena aquel septiembre de 2018, cuando el Fondo Monetario apretó el puño y Macri debió achicar el gabinete. Esa memoria fiscalista, esa pedagogía del ajuste, no ha sido superada. El mileísmo ofrece el mismo plato, pero recalentado y en peor estado de conservación.
La derrota bonaerense aceleró un proceso de repliegue que deja al Gobierno más encerrado, más dogmático y más improvisado. Aumentando los márgenes de distancia con el afuera. Una brecha que lo empuja a parecerse cada vez más a lo que supuestamente venía a combatir. El oficialismos es una casa sin cortinas que va acumulando anillos de asesores, intermediarios, rosqueros de pasillo y gestores inútiles. Pero sería ingenuo reducir este deterioro al elenco libertario: el problema es más hondo.
El seniority de los cuadros dirigenciales en los niveles operacionales, en casi toda la política argentina, está en su piso histórico. Asistimos a una merma de militantes en simultáneo a una sobrepoblación de consultores, mandos medios y referentes cuyo único mérito es explotar el narcisismo dirigencial y reenviar mensajes de WhatsApp. Un poderoso e informal sindicato engrosado por otros «profesionales» de igual de dudoso espíritu laborioso. La mesa chica del Ejecutivo no es una excepción, sino una casta marginal emergente del actual estado de cosas, y del quiebre moral que la política argentina no quiere asumir. Al contrario, desde hace una década parece más enredada en buscar chivos expiatorios que vale señalar, casi siempre, pertenecen al mundo de actores del peronismo en la década kirchnerista.
Y así, un gobierno que ya era desde el arranque una armada brancaleone sin cuadros de gestión ni conducción, queda ahora presionado a repensar su estrategia hacia la segunda mitad del mandato… pero sin nadie que pueda escribir ese plan. Una lágrima sobre el teléfono de Trump.
La motosierra no generó gobernabilidad. El despotismo tuitero no reemplazó la construcción política. La ausencia de Macri en el gabinete no se tradujo en autonomía: apenas en mayor soledad. El “modelo” Milei es apenas la versión tardía y caricaturesca de un neoliberalismo que ya no tiene épica, ni programa, ni legitimidad.
Así las cosas, la pregunta planteada en nuestro volumen anterior sigue sin respuesta:
¿Qué alternativa estructural es posible en una sociedad deshecha, precarizada y descreída, si la política se limita a gestionar ruinas?
Hemos dicho que el modelo libertario avanza hacia su colapso inevitable. Antiflamas no faltarán, pero sin un mínimo de imaginación política, serán pocos —o pocas— quienes logren calzárselos a tiempo.
El problema libertario no son los procedimientos, como intenta instalar el círculo rojo: el problema es el modelo. Lo que estamos viviendo no es una crisis política: es una profundización de una que empezó en diciembre de 2015. Es el agotamiento total de un estado de cosas.
Lo mismo que a usted, pero peor
“Necesitamos innumerables reformas de fondo; el único camino para reconstruir la Argentina es el del reformismo permanente”, dijo Milei en los inicios de 2025. Mauricio Macri decía exactamente lo mismo en octubre de 2017, cuando comenzaba la hemorragia política que culminaría en su derrota, pero quedaban dos años por delante. Hoy también, pero pasarían, dada la gravedad de la situación, en slow motion para el pueblo argentino.
La coincidencia del destino de Macri con el de Milei no es una casualidad: es la persistencia de un neoliberalismo tardío, recalentado y bizarro, que no sólo repite las mismas recetas, sino que lo hace con menos respaldo, menos legitimidad y más estridencia.
Recordemos, como advertía Karl Polanyi, que mientras los primeros liberales construyeron mercados, los neoliberales destruyeron las economías. Milei y su versión libertaria, ni siquiera alcanza esa estatura: no es bombero ni ingeniero, sino pirómano. Donde Macri proponía reformas con traje, Milei las ejecuta en pantuflas.
En ese marco, y ya recorriendo buena parte de su desierto, para el peronismo el problema no es meramente renovar conducciones. Lo que hay que renovar son rumbos. Construir caminos que tengan corazón. Un proyecto que tenga alma, y no una mera administración de las ruinas libertarias.
Por otra parte, mientras el modelo libertario se deshace en su propia incapacidad, algunos sectores del establishment vuelven a fantasear con atajos institucionales. Morales Solá lo sugirió esta semana sin rodeos: una Asamblea Legislativa podría remover a Milei y reemplazarlo. Pero ese tipo de escenarios requieren una alquimia de condiciones muy particular. En la Argentina, ningún presidente cae solo: hacen falta colapsos económicos, consensos políticos amplios y bendiciones internacionales.
La historia reciente lo enseña: el reemplazo de De la Rúa no fue una maniobra quirúrgica sino un inevitable desangramiento institucional, legitimado por la crisis social y habilitado por los dos caudillos de entonces —Duhalde y Alfonsín—, los gobernadores, los sindicatos y hasta el FMI.
Como señala mi amigo Abel Fernandez, conviene no confundirse. Así como nadie se salva solo, ningún gobierno, por lo menos en Argentina, se cae solo. Para que un presidente se vuelva insostenible no alcanza con la impopularidad: hace falta una coreografía densa y cruel, con actores pesados en cada escena. Gobernadores que sueltan la mano. Sindicatos que retacean la calle. Empresarios que cortan el oxígeno financiero. Embajadas que hacen silencio. Iglesias que insinúan. Y una ciudadanía que ya no sólo descree, sino que empieza a desentenderse. La Argentina no será una república escandinava como le gustaría a nuestra encumbrada y poco ingeniosa élite, pero tampoco es una ópera bufa: ningún gobierno se va solo porque un columnista se lo sugiere, o porque un reel de instagram se viralice.
Pero eso no quita que, si las condiciones materiales lo exigen, la política termine viéndose forzada a un escenario que pondrá a prueba sus músculos atrofiados: ensayar alguna forma de salida institucional. No por antojo, ni por rumores de redacción, sino porque el país —como bien advertía Guillermo Moreno— puede entrar en una fase donde la única opción de continuidad sistémica sea una Asamblea Legislativa. No como atajo, sino como válvula. No como conspiración, sino como necesidad. Un botón rojo ante la autodestrucción total del golem libertario.
Por eso, más allá de la nostalgia por los acuerdos fundantes, el dilema real sigue siendo el mismo: cómo construir alternativa en un país donde la política se ha acostumbrado a administrar ruinas sin imaginar salidas.
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