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El corsé del debate público: fragmentación, radicalización y politización en red

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El problema del comentario político que transita las afiebradas avenidas de las redes sociales no es la carencia, sino la sobreabundancia. Hablaremos, entonces, del comentario político como componente del debate público, del encorsetamiento algorítmico de ese debate, y del modo de politización resultante. Por último, de cómo esas condiciones influyen en la búsqueda de una narrativa propia para el peronismo en la tarea colosal de diluir la peligrosa e inconducente radicalización de la época, que tensiona la convivencia democrática.

Las condiciones de circulación del debate público actual no se alejan de lo advertido por Juan Peron en 1974. El líder señalaba que “este es un país politizado, pero sin cultura política”. A la luz de la actualidad, esta sentencia persiste, pero debe sumársele a ese diagnóstico elaborado hace 46 años algo que suele negársele: contexto. 

Durante el siglo XX, los medios de comunicación de masas con su sentido unidireccional (desde los gobernantes a la ciudadanía) fueron el vehículo para la transmisión de información.  El modelo broadcasting llegó a su fin con la aparición de los medios digitales y la atomización de los públicos en pequeños grupos con demandas singulares. Así, la multitud y la radiodifusión de masas, fueron reemplazadas por otro esquema emisor-receptor que los propios cerebros del equipo de comunicación del macrismo describieron como “conversación individual masiva”, toda una concepción que también esconde cierto deseo que “sea así”. Este paradigma indica que el contacto entre el líder y la multitud (típico del peronismo y su etapa última, el kirchnerismo) fue sustituido por la interpelación masiva individual. Aprovecha para ello la ilusión de que la forma de circulación de la información va desde abajo hacia arriba, alterando el ciclo histórico vertical. De este modo, esta matriz expresa otra práctica política, con una lectura individualizada de las prácticas comunicacionales. Su masividad funciona al revés; el timbreo, la intervención en redes y los actos sin público crean la ilusión masiva de la interpelación personal. 

Ha dejado de funcionar el paradigma físico de las masas que caracterizó la sociedad industrial. El 58% de los argentinos accede a las noticias online por vía de las redes sociales. En su lugar tenemos hoy comunidades y archipiélagos que sobreviven en la posmodernidad a la disolución de aquella sociedad y se reconocen en tribus nómades que habitan las redes en el mundo digital.  Deslocalización de la producción, sociedades fragmentadas, balcanizadas -ahora también- digitalmente, cuyo suelo discursivo está asfaltado por lógicas facciosas que responden a estos nuevos modos de circulación y práctica política en red. 

La propia dinámica algorítmica es también un modelo de negocios que, como todo modelo de negocios, tiene consecuencias políticas. Consecuencias que se vinculan tanto a la lógica predictiva de los comportamientos electorales (casos como Cambridge Analytica o Brexit, donde a través de la técnica basada en Big Data se influenció el comportamiento político-electoral de las personas), como a la proliferación de “guetos” dentro de los cuales la radicalización avanza gracias a un sentimiento artificial de mayoría. Así, la violencia discursiva no solo encuentra nichos en los que asentarse, sino una velocidad de circulación nunca vista. 

Clanes digitales: emociones y viralización a la carta para convencidos

Para exponer las ideas venideras, tomaremos como ejemplo Facebook, porque esta red es un verdadero “sistema operativo social”, que constituye la base sobre la que transcurre gran parte de la sociabilidad de más de 2.450 mil millones de usuarios activos. Aproximadamente el 32% de la población mundial usa ahora esta red social y la tendencia sigue en aumento. Al igual que sucede a nivel global, Facebook es la red social más popular de Argentina. De hecho, cuenta con más de 23 millones de usuarios. Además, es la que registra la tasa de abandono más baja.

Facebook introduce con los “grupos” una metáfora que va de lo digital a lo analógico en la forma de nominar a los espacios colectivos. En lugar de hablar de “foros de discusión”, incorpora estos espacios como “grupos”. De esta forma se aleja de la cuestión relacionada con el debate, la disertación y el poder de la palabra, para buscar -como estrategia de expansión comercial primero, pero con efectos sociales después- una relación de pertenencia, de identidad común. Si bien la posibilidad de participar está, la metáfora del grupo plantea una participación como un paso posterior a la pertenencia. Por eso puede sostenerse que, en esta red, la participación a priori no está planteada como divergencia, sino como un espacio de asociación, y de fuerte consolidación de identidad. 

Los “lazos digitales” de redes como Facebook conforman identidades cerradas. Decimos que son cerradas por cuestiones orgánicas de la dinámica de los algoritmos, que “vinculan” usuarios entre sí por semejanzas. En este sentido, en los grupos y comunidades de plataformas como FB o Wp se genera un tipo de solidaridad grupal basada en las semejanzas cuya mecánica mantiene la cohesión del grupo a través de sanciones a cualquier divergencia que afecte la conciencia colectiva del “clan digital”. Estas sanciones o penalizaciones pueden implicar desde acciones repelentes o expulsivas, hasta llegar a imponer la autocensura entre sus integrantes. Esto, a la vez que fortalece la identidad del grupo que consume una determinada narrativa y anuda aún más los lazos primarios ya tejidos, consolida su alejamiento del resto de los segmentos digitales del ecosistema de la red. 

Cada segmento digital constituye una burbuja de filtro, donde se consolidan las congruencias ideológicas entre usuarios que están conectados. Este es uno de los efectos posibles de informarse solo a través de las redes. Y en materia de política -y también de noticias-, este mecanismo puede generar (y genera) un efecto de desinformación: aún en aquellas personas que participan de los debates de la sociedad. La lógica del algoritmo es ésa. Por ello se habla de cámaras de eco, que aglomeran endogámicamente “convencidos”. La tumba del arte de la persuasión. 

La estrategia de politizar el malestar: conducir es indignar

¿Ahora bien, como se retroalimenta el activismo online con el offline?. Facebook ha demostrado  con sobrados ejemplos -EEUU, Túnez, Egipto, España, Argentina – su capacidad como plataforma para organizar movilizaciones y expandir su mensaje. Se trata de una organización híbrida, es decir, el activismo digital moviliza online para realizar acciones offline. Recordemos que la creencia que moviliza al receptor de una determinada información, se configura, ya no a través de cánones de la veracidad de dicha información, sino a través de la confianza que genera su red cerrada de contactos, unida por las semejanzas.

El concepto postverdad es medular para comprender como se construye la interacción digital online y el consecuente “activismo offline”, ya que denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. Para esto se recurre a las unidades mínimas de información y emoción (memes), y fake news. Ambas son unidades replicadoras de cultura. La utilización de fake news, en general elaboradas con la técnica “clickbait” (para captar la atención de usuarios) tiene por objetivo distribuir emociones, horadar aún más la polarización, radicalizar posiciones y consolidar diferencias entre los clanes digitales. Estas se combinan con otro tipo de recursos, como el incipiente “periodismo autogestionado”. Es por esto que a través del uso de las redes la implicación en las “causas” es mucho más veloz. Sucede que como bien señala Han (2016) la red no admite la lentitud de la estructura narrativa de un sentimiento que, por naturaleza, habita espacios temporales más extensos. La emoción, en cambio, vibra en la misma frecuencia de la novedad: es instantánea.

Desde 2012, lo emocional fue ganando terreno por sobre la lógica argumental en nuestro país. Fue el año de estallido de las “autoconvocatorias”, con Carrió y Bullrich a la cabeza de la viralización. Desde entonces la red ha habilitado una nueva manera de reconvertir militantes, simpatizantes o votantes en activistas. En este sentido, el fenómeno de la viralización obedece a que los contenidos se seleccionan de acuerdo con la creencia de quien consume. Viralizar contenidos es viralizar emociones, desde el cinismo hasta el malestar. Es por esto por lo que prácticas tales como la sátira visual han desplazado la crítica argumental. 

La estrategia de intervención digital de muchos grupos de agitación política replica este “ethos” que consiste, justamente, en “politizar el malestar”, expandir un recorte a la velocidad de un virus informático, no canalizar la ira, dejarla crecer, y tratar de dispersar la mayor cantidad de consignas sueltas sin fundamento lógico, pero cargadas de emoción violenta que, en muchos casos, también son un llamado a la acción. El resultado de esta dinámica en el debate público es que la concepción se atomiza, el discurso se dispersa y el posicionamiento se divide en minorías intensas. La supremacía y consecuente adhesión a las agendas de minorías lesiona el sistema de representación. 

Estamos, como se dijo, en un contexto de un esquema de circulación de la información que necesariamente influye en el modo nuevo de politización. Y si comprendemos ese modo de politización, resulta ingenuo pretender que expresiones y convocatorias de repudio a la praxis gubernamental en Argentina hoy deban poseer argumentos coherentes para vertebrarse en el espacio público, o espacio “offline”. 

Hiperindividualismo e indignación: la cultura política que se expande en redes

“La red aumentó exponencialmente la autonomía de la gente y eso está en la base de la crisis de la democracia representativa. Antiguamente los ciudadanos sentían la necesidad de que los representaran estructuras políticas, eclesiásticas, sindicales y de otros órdenes. Ahora se conectan con el mundo cuando quieren, obtienen información, pueden transmitirla casi sin límites, no sienten la necesidad de que otros hablen por ellos y no quieren ser representados.” – Jaime Durán Barba y Santiago Nieto – “La política en el siglo XXI: arte mito o ciencia”

Para comenzar este apartado, diremos que en nuestro país esta mirada “duranbarbista” no sólo fue sino que sigue siendo ese modo de razonar que expresa un diagnóstico hiperindividualista de la realidad, pero también el deseo de que la realidad “sea así”. Es decir, hablar de individuos que al conducirse a sí mismos “no quieren” ser representados por los partidos y sindicatos puede ser una descripción de la actualidad, pero también es un histórico deseo liberal.

Juntos por el Cambio no es la única expresión local de la derecha globalizada, pero si la de mayor volumen electoral y la que mejor representa su identidad. En las redes, los propios ex funcionarios secundados por activistas y también por ejércitos de trolls operan en la agenda diaria para fomentar explícitamente la violación de las medidas sanitarias, para apoyar una revuelta policial, o para impulsar y conducir cualquier agitación política que pueda horadar la gobernabilidad. Para lograr esa meta, su narrativa se monta la ira y la frustración social del contexto de pandemia, donde encuentra un terreno fértil para esparcir dos componentes ideológicos de un modo de politización: hiper individualismo e indignacionismo.  

En el hiperindividualismo, hijo sano del liberalismo, está contenida una particular interpretación de la libertad en sentido negativo: libertad “de”, y nunca libertad “para”. El individuo es el centro de todas las cosas, y el espacio privado está siempre por encima del espacio público. Se trata de una negación endémica de lo colectivo que conduce a una praxis de desconfianza frente a todos los poderes políticos, identidades colectivas y formas de Estado imaginables. Una verdadera política de la anti política instrumentada de tal modo que la política como actividad queda así, bajo el prisma de estos sectores, degradada como polémica a las limitaciones de la libertad individual.

Por el otro lado ese hiper individualismo se combina con una moralina práctica: la pedagogía de la indignación, que se esparce en el mundo digital para dotar de sentido ciertas prácticas. Hablamos de un indignacionismo que como bien señala Han (2016) es propio del neoliberalismo, que convierte al ciudadano en un consumidor que solo reacciona a la política refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan.  

Estos dos vectores funcionando complementariamente en el marco de la inmediatez de la dinámica de redes, sedimentan un modo de politización “fast food”, instantáneo, que circula a la velocidad requerida por la autopista algorítmica. Este es el peligroso lugar de comfort que caracteriza la subjetividad indignada de la red: los usuarios negocian el simplismo de la inmediatez por reconfirmación permanente en la propia creencia.

Claro, hay otros factores aglutinantes en este modo de politización, porque la agresividad, el odio, y la indignación también cohesionan y conforman una comunidad de sentido “por derecha”. Esa comunidad de sentido está asentada sobre múltiples “diagnósticos” previos, de los cuales señalamos dos. 

Por un lado, existe un cansancio social más o menos pronunciado con el imaginario del progresismo culposo a la hora de vincularse con valores como el orden, la seguridad, la movilidad social ascendente con dinámica de méritos deseables para la realización de la comunidad (trabajo, esfuerzo, dedicación) y demás cuestiones que hacen a la representación de mayorías sociales. Claro, en política no existen espacios vacíos. Alguien los ocupa. Y el macrismo se siente cómodo aportando soluciones facilistas (o “por derecha”) a problemas complejos. 

Por otro lado, la identificación de la “clase especial” (casta política) que vive a espaldas de la “gente corriente” es el mantra que recorre los discursos indignados. La identificación se da por oposición, es decir “todos aquellos que no son/somos casta política”. Una receta moral que tranquiliza tanto como desvirtúa el concepto de ciudadanía, con una mirada hiper sesgada y simplista de la distribución de poder en la sociedad contemporánea. 

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