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Comenzamos con una advertencia para quienes llegan por primera vez: en este blog es habitual citar artículos anteriores. No es un texto sobre tacticismos ni sobre probabilidades electorales, sino sobre el clima que hace posible que después hablemos , casi exclusivamente, de tacticismos y probabilidades electorales
Después de los ocho años que abarcan los gobiernos de Juntos por el Cambio y del Frente de Todos , la aceleración digital y la precarización general son registros locales de un fenómeno global en el que la frustración acumulada se tradujo en desconfianza estructural hacia todo “lo intermedio”: partidos, sindicatos, medios. El “sistema” amplió aceleradamente sus rangos de distancia con “el gran afuera”.
En ese contexto, el fenómeno Milei abrió una tranquera general: la oportunidad simbólica de «ajustar cuentas» con algo que se miraba desde afuera. Pasarle factura a una dirigencia incapaz de comprender nuestros problemas. Si la política profesional era «eso», entonces cualquiera puede decirle a “los políticos” qué hacer y cómo hacerlo.
La venganza del espectador prevalece como marca de época: un consumidor que elige productos políticos según sus preferencias inmediatas. El abandono progresivo de la construcción política alrededor de grandes relatos colectivos terminó reduciéndola a un acto de identificación narcisista. Una veintena de personas habla, con sutiles variaciones de estilo, de las mismas cosas en los mismos veinte lugares y traza el perímetro de lo decible. En realidad no hay tanto para decir: lo que hay es una necesidad compartida de prolongar la ilusión de centralidad que hace menos tedioso el desierto.
Fantasmas peleándole al viento
Los huracanados vientos digitales traen consigo una pandemia de inautenticidad cuyo refugio son los bucles de validación de los clanes digitales. Un mercado donde proliferan castillos de lucidez digital en los que todo se parece a todo. Donde la tendencia y el algoritmo marcan el rumbo óptimo de lo clipeable: esa corriente que siempre “vale la pena seguir” porque parece la única forma de surfear, con un éxito siempre a punto de agotarse, las oleadas de los bancos de ira que alimentan la conversación y organizan la experiencia digital.
El peronismo no es ajeno a este dilema transversal. Si miramos ese ecosistema con algo de distancia aparece un patrón bastante nítido: una fauna que discute entre sí, produce clima entre sí y se retroalimenta en un ecosistema donde el blanco predilecto suele ser el mismo de siempre: las organizaciones reales y la militancia orgánica. De ahí que el problema de hablar de “peronismo streamer” sea que el chiste se vuelve categoría sociológica. Vistos desde este lugar, los streamers —sean del espacio político que sean— dejan de ser un síntoma parcial de una parte de la sociedad precarizada que busca comunidad en la pantalla para convertirse en un tótem generacional donde cabe todo. El péndulo pasa de renegar de la política a renegar de los streamers. Una metáfora brillante, pero funcional a la pereza: con excelsa pirotecnia verbal describe con lujo de detalles la estética de la crisis mientras deja casi intactas las estructuras que la producen.
En ese juego, la pregunta queda siempre postergada: ¿quién arregla los problemas? O, mejor todavía: ¿están bien identificados los problemas? Y si lo están, ¿los problemas de quiénes? A esta altura, más que verdugos o salvadores, los streamers aparecen como el frente visible de una orfandad: cargan, sin haberlo pedido, con la transferencia de expectativas que dejó vacante una política todavía en boxes, buscando —sin éxito— recuperarse de la piña de 2023. La economía de la atención los usa como soporte afectivo —premia la verborragia, castiga el silencio— mientras la vida material va a otra velocidad: la de los precios, los salarios, las deudas; problemas bastante más estables que las corrientes de opinión que pasan a la velocidad de la luz por el comentarismo digital. Nadie les firmó un contrato para convertirse en nueva dirigencia, sino más bien apenas una pasantía acompañantes terapéuticos de la crisis psico afectivas de las clases medias desencantadas con casi todo.
La pregunta por lo que quedó de las organizaciones y de los conflictos materiales que alguna vez le dieron carne al peronismo realmente existente sigue esperando respuesta en otro lado. Y una parte importante de ese “otro lado” sigue estando en buena parte de la dirigencia, en los políticos, los que están allí, ocupan cargos; y reciben en estos momentos durísimas críticas, pero como nosotros están también tratando de entender. Un peronismo que desatiende su clásica materia prima (la realidad) para ocuparse más de epofenomenos banales (lo que se dice de la realidad) en algunos reductos llenos de palabras. Un peronismo aún lleno de solemnidades, sobrehistorizado, sobrenarrado, sobreinterpretado, no está muerto para siempre por presentar listas deslucidas o magros resultados electorales, ni Milei tiene garantizada una luna de miel eterna con el electorado. Las tendencias profundas —el hartazgo ciudadano, la demanda de integridad y eficacia, el anhelo de un futuro menos incierto— siguen ahí, como la lava de un volcán.
En ese proceso, buena parte de los propios dirigentes se convirtió en comentarista. Ante una realidad cada vez más difícil de transformar, encontraron refugio en el mismo ecosistema de paneles, streamings y auditorios digitales al que concurren con la conmovedora vocación de “estar a la altura de la época”. Así se produjo una simetría artificial: los que alguna vez decidieron se sientan a opinar al lado de quienes jamás tuvieron que decidir nada. La norma ISO del dirigente que valida al streamer, y viceversa.
En el ambiente digital, la política queda reducida a un intercambio horizontal que borra jerarquías de experiencia y responsabilidad, como si la práctica concreta de gobernar y el ejercicio de comentar sobre ella fueran equivalentes. Los flujos de la vida se confunden con los flujos digitales: los likes con votos, las audiencias de marketing con cartografías electorales. Y el problema es que la dirigencia tomó nota de este fenómeno, pero no para revertirlo: lo consolidó, contratando consultores que enseñan a copiar la fórmula.
Había una vez…
Había una vez —y todavía la hay— otra política. Porque debajo de esa superficie retiniana, hoy preponderante por el auge de las pantallas, sobrevive otra capa menos fotogénica de la política: un peronismo más basal, hecho de cuadros intermedios e intendencias que todavía organizan la vida material de sus distritos, de gestiones que resuelven cloacas, transporte, comedores, seguridad mínima. Es un peronismo que aparece en la boleta, en el recibo de sueldo municipal, en la salita de salud, en el club que no cerró. No da conferencias sobre el futuro del movimiento, pero tiene que arbitrar todos los días entre necesidades incompatibles.
Ese peronismo de piso bajo, municipal y territorial, también está golpeado, también carga sus cinismos y sus zonas muertas. Pero sigue siendo una parte importante de lo que muchas personas identifican como “la política” cuando tienen un problema concreto que resolver. A esto se le suma una generación intermedia que ni se hizo «millonaria» en el Estado, ni reniega de «lo anterior» como quien se esconde de una mancha venenosa. Que conoce la temperatura del dificil camino de acechanzas, ingratitudes y frustraciones que lo real guarda para quienes hacen. Jóvenes y no tan jóvenes que construyen, se forman y forman lo que todavía no termina de nacer. Que no vive en los paneles ni en los podcasts y, por eso, muchas veces queda borrado del mapa interpretativo: no entra en el algoritmo de las polémicas efímeras e inconducentes.
En definitiva, para mal o para bien, las sociedades y las tradiciones políticas no cambian tan rápido. O por lo menos no a la velocidad del diluvio opinológico, de los libros, editoriales e insumos de todo tipo que desde hace por lo menos dos décadas anuncian el fin del peronismo o la necesidad de su superación. Es cierto que una parte del peronismo se acostumbró a mirar el partido desde la platea, a espectar y formar la fila india de listas sin alma, pero otra sigue jugando, a los tumbos. Y si en esta Argentina cansada queda algún pedazo de futuro por construir, probablemente haya que buscarlo más cerca de esos que hacen malabares silenciosos con el presente que en los guardianes de la solemnidad o en las candidaturas potenciales surgidas al calor de esta orfandad provisoria.
Como sostiene Giuliano Da Empoli, la política es una profesión, y entre las más difíciles que existen. Una actividad que expone permanentemente al riesgo de quedar en ridículo o parecer un idiota, sobre todo cuando uno no lo es.



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