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Por Sebastían Reinaga
—No hay mucha vuelta que darle. ¡Somos un grupo de amigos plagado de limitaciones!
Apenas terminé de vomitar la frase, el sonido de la risa tímida de Clarita me sorprendió y me borró de un plumazo el sentimiento de frustración que tenía hasta ese momento. La miré, entre extrañado y cómplice, pero ella enseguida bajó la vista.
Seguí, entonces, buscándole una explicación a mis enojos.
—Para el fútbol nunca fui bueno, de eso soy consciente. A esta altura de mi vida, con casi 40 años, no voy a mentir. Justamente, no estoy acá para eso. Si hasta mi abuela lo dijo delante mío, una mañana que me vio pelotear en la vereda de su casa con el abuelo. “Este chico es medio patadura”, soltó sin pelos en la lengua en medio de un almuerzo familiar. Y cuando te ponen esa etiqueta hasta tus propios parientes es muy difícil de sacársela. Qué se le va a hacer. Debo admitir, igual, que mi escaso progreso a lo largo de los años tampoco contradijo la sentencia de la pobre vieja. En las infantiles de mi querido Juventud Unida comí banco hasta que decidí largar sin pena ni gloria. No llegué ni a la quinta división.
—Mmm…etiquetas…
Clarita sigue con atención mi relato. Permanece rígida en su silla, con los ojos clavados en mí. A veces pienso que simula estar concentrada en lo que estoy diciendo, pero su cabeza navega por otros lugares muy lejanos a este.
Y, a decir verdad, si tengo que buscar alguna excusa que me salve y justifique mi derrotero futbolístico tampoco ayudó lo de mi viejo. Él no hizo nada, aclaro, pero el apellido que compartimos, sí. Cuando empecé a entrenar en el club y se enteraban de que era un Reynoso enseguida me decían: “¿Vos sos el hijo del negro?, debes jugar bien entonces”. ¡Pero no! ¡Nada que ver! Lo único que heredé de mi viejo es que en un par de partidos en los que ocasionalmente fui titular porque no teníamos banco de suplentes usé la camiseta 11. Eso y que los dos somos zurdos, pero hasta decirlo me da vergüenza si tengo en cuenta nuestras “carreras futbolísticas”. Él titular en la Selección de Maipú durante décadas, y yo me retiré sin haber experimentado la sensación de meter un sólo gol.
Distraído en mis pensamientos, hice una pausa larga y cuando volví en sí estuve a punto de pedirle a Clarita un café, o que prepare unos mates. Nuestros encuentros serían mucho más amenos con algo para tomar. Uno se suelta más con un mate de por medio, pero ella sólo está concentrada en observarme. Me observa hasta en mis silencios, de un modo que en algunas ocasiones me intimida.
Y volviendo a esto del fútbol, tengo que conocer que el mundo no se terminó cuando me fui del Juventud. Ahí conocí el fútbol 5, buscando mi redención. Debo decir que tan mal como en el fútbol 11 no me fue, pero tampoco logré destacarme. Nadie se pelea por jugar conmigo en los picados y no me sobran invitaciones, salvo la de mis amigos, claro. Eso sí, con el fútbol 5 descubrí algo importante que rige como regla infranqueable en la vida de los que somos futbolistas amateurs: tenemos que pagar por jugar. Suena triste decirlo así, qué se le va a hacer, es el destino que nos tocó. Aun así, pagamos con gusto. Lo aceptamos sin vergüenza, eso es lo loco. Es un sello de nuestra identidad. Un estilo de vida, digamos.
—Yo trato de mentalizarme antes de los partidos de que no me tengo que enojar, pero no puedo. Siempre me engancho en alguna. El otro día…
—¿Y por qué crees que te enojas tanto? —me interrumpió Clarita.
—Y yo la respuesta a esa pregunta no la tengo… el otro día que me enojé con Rolo fue porque caminó la cancha y encima protestaba porque no se la pasaban. Cuando terminó el partido no me pude contener y le dije de todo, diplomáticamente, pero le canté las cuarenta…
Pero creo que algo más me anda pasando. Tal vez ande medio nervioso porque la semana que viene empieza el torneo y al equipo se le fueron varios jugadores y no anda ni para atrás ni para adelante. Estamos invictos, perdimos todos los amistosos que jugamos. Intuyo que se nos viene otro fracaso. Tan mal andamos que no estoy seguro de haberme cambiado de equipo, pero la verdad es que jugar con mis amigos es otra cosa, lo disfruto más. Si el torneo pasado, que yo estaba en otro equipo, me quedaba a verlos siempre, hasta me ponía más contento cuando ganaban ellos que cuando ganaba yo. Salvo cuando jugué en contra, por supuesto. Ese día no negocié las patadas. Principios son principios.
Igual cuanto terminó el torneo pasado iba a dejar de jugar. Por esto de mis enojos y también porque ya no me da el cuerpo. Disfruto más ver los partidos que jugarlos. Pero bueno, el Mariscal y el Doctor me invitaron a jugar y me volví a entusiasmar. Lo que pasa en realidad es que lo mejor es lo que viene después. El ritual de nuestro tercer tiempo, que en nuestro caso es tercer y cuarto tiempo. Porque empieza ahí, en la canchita, con los mates o con alguna birra, y después la seguimos en el asado que nos comemos a la noche en lo del Mariscal.
Qué tipo el Mariscal. Uno lo llama así y enseguida piensa en Perfumo, Ruggeri, Passarella o el Cuti Romero, para ser más actual Y en realidad el mote de “Mariscal” que le pusimos con el Doctor es por puro sarcasmo nada más. Él hizo lo suyo para ganárselo, por supuesto. Se autodefinió líder y jefe del equipo. No acepta un doble comando, arma las alineaciones y la noche previa manda una andanada de mensajes de WhatsApp con indicaciones tácticas. Qué otro apodo le podríamos poner entonces. Igual hay que reconocer que se pone las pilas para convocar jugadores y armar todo, hace el trabajo sucio que todos le esquivan. Ahora que lo pienso bien con el apodo de Mariscal le hicimos un favor. Le retribuimos su esfuerzo por el equipo, porque tan mal parado no lo dejamos. Agregamos valor a sus dotes defensivos, que, siendo honestos, no son nada de otro mundo.
—También está lo de la traición del arquero. Parece mentira, pero cuando andas tirado la gente te pega en el suelo.
—¿Qué pasó con el arquero? —Clarita levantó la vista y arqueó la ceja sorprendida por el dramatismo de mi frase.
—Y resulta que el arquero que iba a atajar en nuestro equipo nos clavó un puñal por detrás. Nos traicionó lisa y llanamente. El torneo pasado jugó con nosotros las últimas fechas. Bah, con los chicos, porque yo estaba en el otro equipo, y el Mariscal, nuestro autodesignado capitán, lo venía apalabrando desde hacía semanas para que siga en este torneo. El pibe tiene unas condiciones bárbaras, ataja un fenómeno, es bueno con los pies y tira el equipo para adelante. Tal es así que en el último partido que jugó agarró la pelota, encaró hasta el arco contrario dejando un par de rivales en el camino y definió mejor que nuestros delanteros. Ya está, encontramos el arquero, dijimos. El Mariscal estaba exultante, no es fácil encontrar un arquero y que encima sea bueno. Pero nos traicionó. De un momento para el otro nos dijo que no podía jugar más con nosotros y después nos enteramos de que va a atajar para otro equipo. Un desgraciado. Pero bueno, él se lo pierde.
Después de mi fervorosa explicación, Clarita no pronunció palabra, hizo un silencio prolongado. Tomó un poco de agua, acomodó su anotador y su lapicera en la mesita, y se cruzó de brazos. Tal vez la haya aburrido o piense que soy un exagerado, y no la culpo, yo lo pienso todo el tiempo. Pero su silencio no detiene mis palabras.
—Tengo que decir también que los posts partidos no son totalmente armónicos. ¡Los reproches y las chicanas no faltan! El Doctor, otro de los referentes del equipo, termina siempre enojado, diría que es hasta peor que yo, y se las agarra siempre con el Mariscal. El torneo pasado los miraba de afuera y eran un espectáculo, parecían el dúo Pimpinela. “Tenemos que entender que no somos los supercampeones”, tiró el Doctor después de perder en la primera fecha del torneo pasado. Siempre saca de la galera alguna frase de esas que nos sirven como combustible para nuestras cargadas posteriores. Ya los demás estamos pendientes, con el oído atento. Y no falla. Nos da letra para el asado y para la semana.
Hice una pausa para recobrar el aire y continué.
—Hace poco hablé con el Doctor por el tema de los enojos y me dijo que no me enrosque. Que en el caso de él sabe que hay un trasfondo detrás, pero no se preocupa en averiguarlo. Pero yo no puedo con mi genio, a todo le tengo que buscar una explicación racional para sentirme aliviado. Siento, entonces, que todo esto de mis enojos tiene una sola explicación: ¡la pasión con la que vivo el fútbol!
Las últimas palabras las pronuncié casi a los gritos, tal vez para convencerme de lo que estaba diciendo. Porque, aunque me cueste reconocerlo, creo también que gran parte de mis enojos en la cancha últimamente son por no haber podido cumplir las expectativas que había puestas en mí. Mejor dicho, las expectativas que mi viejo puso en mí cuando empecé a jugar.
Y ahora capaz que estoy con eso porque me agarró una especie de crisis de los cuarenta. Con el comentario de mi abuela pude lidiar, más allá de la bronca que me produjo en su momento, pero con las esperanzas de mi viejo se ve que no. Se convirtió en una mochila cada vez más pesada. Si hasta un día hizo más de 200 kilómetros para ir a verme y el técnico cometió la osadía de dejarme en el banco todo el partido.
—Qué lástima que no te pudimos ver —dijo casi susurrando en el viaje de vuelta.
Y yo no pude ni levantar la cabeza. Tenía los ojos clavados en mis botines, que ni siquiera estaban sucios. Mi vieja enseguida se dio cuenta de mi angustia y la de mi viejo, y quiso cambiar de tema. Pero no hubo caso. Tal vez, ese fue el principio del fin, a sus expectativas, y también a las mías. Creo que los dos lo supimos con certeza aquella tarde de tragedia.
Sin querer pronuncié en voz alta la palabra “tragedia”. Clarita me miró, amagó a decirme algo, pero hizo otro silencio para que yo siga hablando, pero salí con otra cosa, le hice una gambeta, en términos futboleros, porque de eso todavía no me animo a contarle.
—Sí, es la pasión, y lo importante que es para mí jugar con amigos. Eso es un plus. Te puede sonar una exageración todo esto. Y mira que no te estoy contando todo porque vas a pensar que estoy completamente loco.
Luego de mi intervención quedamos mirándonos. Escrutando cada gesto del otro con suma atención, como los ajedrecistas que esperan la jugada de su rival para desplegar la suya.
Y el argumento de lo que significa jugar con mis amigos no falta a la verdad, por supuesto que no, pero es sólo una parte de lo que me pasa. Seguro que Clarita lo sabe porque siguió callada, pienso que lo hace para que yo siga hablando y se me escape algo de todo lo que le oculto. A veces me molesta un poco esa actitud, quisiera que me cuente si ella siente la misma pasión por algo. Si se enoja seguido. O que me cuente si le gusta el fútbol o si juega otro deporte. O no sé, que deje de preguntarme cosas y observarme solamente. Creo que ella tiene ganas.
Cuando por fin Clarita se decidió a hablar, por un momento pensé que iba a develar todos esos misterios sobre ella que rondan en mi mente, pero me equivoqué.
—Cortamos acá, Sebastián… y aprovecho a decirte que a partir del próximo mes actualizo mis honorarios un 50 por ciento…
Y yo hice un gesto de suficiencia, como si la noticia no me importara. Y la verdad es que cuando me pasan este tipo de cosas no puedo evitar pensar que con lo que me sale una sesión pago todos los partidos que juego en un mes, y tal vez dos. Pero bueno, en algún otro lado tengo que descargarme, no sólo en la cancha.
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