Tiempo de lectura 9 minutos
Un patriotismo que está ahí
El cómic original de el Eternauta vio la luz en 1957. Para dimensionar: eso son seis años antes que Doctor Who, nueve antes que Star Trek y veinte antes que Star Wars. Nuestra ciencia ficción tiene larga tradición y, con esta adaptación, queda demostrado que está entre las mejores del mundo.
Ricardo Darín es un ferviente militante de una idea: no hace falta ponerse en la piel de un narco mexicano para ser mainstream. Bastaba con contar lo nuestro: un apocalipsis bonaerense, recreado con nieve artificial y pantallitas en Puente Saavedra.
Ahora hay un rumor en el Mitre y en la General Paz. Una sospecha que aparece en ojos que, disimuladamente, miran al cielo buscando luces extrañas o una nieve que anuncie la llegada del fin del mundo. Ocurre que lo distintivo de nuestro presente no es solo la crisis que atravesamos, sino cómo nos narramos a nosotros mismos en ese tránsito. La ahora serie argentina más exitosa en la historia de Netflix, viene a ser mainstream pero para contar que la adversidad no implica necesariamente victimismo.
Cuando hablamos de que la época está marcada por una cierta hemorragia espiritual, hablamos principalmente de las clases medias -y no solo clases medias-, que vibran al ritmo de una pérdida de fe, no religiosa, sino de la fe “en algo”. Una sociedad que quiere creer, que necesita creer. Y el Eternauta, desde la particular mirada de este escriba, termina siendo una épica para el desierto argentino. Y no sólo el argentino.
La sensación de orfandad del presente habilita (y seguirá habilitando) a depositar en una serie como esta demandas exageradas: críticas desmesuradas y su reverso inevitable, halagos igualmente desproporcionados. Esta misma reseña, aunque trate de evitarlo, se sitúa irremediablemente en ese tránsito pendular. Sin embargo no es exagerado decir que el mensaje de la obra de Oesterheld -y esta adapatacion-rompen el cristal de la época: el de mirarse el ombligo. La tendencia centrípeta que predomina en esta era del individuo tirano.
Hay, durante todo el curso de acontecimientos, evidentes esfuerzos de reflexión sobre lo que nos constituye como comunidad. No se trata de una mera apelación al patriotismo de laboratorio. Se trata de un patriotismo que no se exagera, está ahí. En miles de detalles. Leí en twitter algo muy claro al respecto:
“Una de las cosas que más me gusta de la serie es que esa argentinidad no está caricaturizada, es parte integral de todo. Desde Omar diciendo “allá la plata te rinde”, el interior de una garita de seguridad, el llavero de la Scaloneta, el nido del hornero.»
El magnetismo
El arte sirve para decir cosas que no se puede explicar del todo «como se dicen». Para revelar un estado de la conciencia colectiva que de otro modo parmanecería innominado. Era Borges quien decía que para saber que una cosa es verdad solo basta que alguien la mencione en voz alta. El magnetismo de la serie se explica por ese tipo de conexión sentimental, no meramente emocional, que logra con el espectador. Todos esperábamos de la serie lo que no sabíamos que esperábamos.
Los sentimientos requieren una densidad, un espacio que Stagnaro consigue con precisión en su guión. Esto es significativo especialmente en tiempos dominados por el clickbait, la ansiedad y el taylorismo de los consumos culturales. La sociedad red no admite fácilmente la lentitud de una estructura narrativa destinada a sentimientos que, por naturaleza, habitan espacios temporales más extensos. La emoción, en cambio, vibra en la misma frecuencia de la novedad: es instantánea. Por eso, la experiencia que propone El Eternauta resulta un desafío, un ejercicio consciente de cambio de ritmo narrativo.
La serie pone en escena una biografía colectiva—no colectivista—en medio de una atmósfera tóxica. Un peligro que acecha en el aire. Su relato muestra lo esencial que una serie de Netflix debe mostrar: producción de calidad, buena fotografía y buenos actores. Pero subyace siempre el mensaje de los detalles. Uno de esos mensajes compuesto de mil detalles es el de la importancia de las comunidades vigorosas: el entrelazamiento natural de las individualidades en función de lo colectivo. El win- win cuando gran conductor del grupo humano es la confianza. “Va a volver, porque tiene palabra.”
El guion logra esquivar las trampas de una argentinidad impostada. Tiene una economía simbólica: dice mucho con muy poco. Choca de frente contra la mampostería de la conciencia ilustrada de quien mira este país como un Frankenstein belicoso y corrupto. Ese empecinado relato snob de “lo argentino” como conjunto de desatinos.
Esto se hace evidente con las múltiples referencias a Malvinas. Stagnaro no apela al relato sensiblon de “los chicos de la guerra”. Por el contrario, el que se ve por las hendijas de cada escena es un relato Malvinero con profunda densidad nacional.
Es que Malvinas produjo uno de los efectos más profundos y menos analizados del periodo militar. Durante décadas, la cuestión Malvinas había sido un símbolo unificador, retomado por gobiernos de diversas orientaciones políticas. Sin embargo, a partir de 1982, quedó preponderantemente asociada al conflicto bélico. Al identificar el reclamo legítimo con la guerra, se perdió la distinción entre una reivindicación justa, anclada en un profundo sentimiento anticolonial, y la acción militar de la dictadura. Se instaló así una interpretación que igualaba lo nacional con lo militar, y lo militar con lo autoritario y dictatorial.
Este desplazamiento semántico tuvo consecuencias decisivas en nuestra configuración cultural y política. Desde 1983 en adelante, cualquier manifestación nacionalista comenzó a ser asociada con la extrema derecha y la retórica militar, quedando clausurada como posibilidad legítima de expresión democrática. Esta identificación pavimentó el camino para una retórica marcadamente antimilitarista y cosmopolita, reforzada por la destrucción progresiva del Estado de Bienestar. Una sensiblería autodestructiva que la serie logra, con éxito, saltar, apelando a una mirada poliédrica, integral del concepto de identidad nacional.
Es en este sentido en el que no es una serie de derecha, ni de izquierda. Diluye esos extremos. Se escapa de esas tenazas porque tiene, a la vez , giros por el orden y por la libertad. Por la planificación austera y por el día de fiesta continuo. El guion une fácilmente los opuestos según una lógica particular que no tiene nada que ver con las normas de la ciencia política moderna o la sociología.
La obra de Héctor Germán Oesterheld no se presta a ser calculada o cartografiada con escuadra y compás. Resbala en las manos enmantecadas de quienes creen ser la norma ISO de lo argentino, a la vez que gambetea con astucia la temporalidad. Lo que ofrece es atemporal. Pide algo simple y genérico: humanidad. La revolución del hombre común.. Y te lo explica como para que lo entienda hasta un japonés.
El Eternauta reivindica, sin complejos, a las Fuerzas Armadas nacionalistas, el industrialismo argentino representado en el Torino y el ferrocarril, y una bondad cotidiana que se expresa en actos simples de heroísmo anónimo. Hay algo casi cristiano en esa reivindicación de lo comunitario como resistencia, que dialoga directamente con la tesis de fondo de nuestro tiempo: lo que el ser humano guarda en su interior está guiado por profundos sentimientos que luchan de modo permanente a lo largo de todo su trayecto vital. El egoísmo y la solidaridad. El odio y el amor. Deliberadamente en la serie prevalece este último.
Una filosofía que está ahí
Algo que tampoco es forzado es el contraste con el hiperindividualismo tecnoliberal concibe la libertad únicamente en sentido negativo—libertad «de», y no «para»—, colocando siempre al individuo aislado en el centro. Como resultado, el espacio privado prevalece sobre el público y lo colectivo se vuelve sospechoso. Este modelo promueve una constante indignación como única forma de politización, convirtiendo al ciudadano en un consumidor frustrado que solo reacciona con quejas, tal como lo hace ante productos defectuosos. El individuo queda así atrapado en un paisaje moral reducido a un narcisismo autodestructivo, una verdadera «insectificación» disfrazada de libertad. Cascarudos.
Frente a esto, el Eternauta propone una cohesión en sentido inverso: no puedo evitar aproximarme a los demás para conformar mejor mi propia individualidad. Y aquí , una licencia literaria:
«El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común.»
Esta cita no aparece en los diálogos. No la escribió el autor. Ni la mencionó Ricardo Darin en ninguna entrevista. Pero data del año 1949 (casi una década antes de la aparición del cómic) y pertenece a “La comunidad organizada”, que tiene base en el discurso de Perón en el Congreso de filosofía de 1949. Aquel congreso contó con importantes figuras de la filosofía a nivel mundial como Hans Georg Gadamer, José Vasconcelos, Benedetto Crocce, Karl Jaspers, Bertrand Russell, Juan Pichón Riviére, Rodolfo Mondolfo, entre otros. A ellos, el líder justicialista no va a mencionarles lo que está “pensando”, sino lo que está haciendo con lo que pensó. En este sentido el filósofo argentino Armando Poratti sostenía que los textos de Perón no son nunca meros textos, sino momentos de una acción. El sur era el nuevo norte. Y si el lector ha seguido atentamente estas líneas podrá concederme que las mejores analogías surgen cuando lo hacen con naturalidad.
La generación a la que perteneció Oesterheld creía que la filosofía tenía por misión educar al hombre en su dignidad. Un componente de sentido para vivir.
La adaptación de Bruno Stagnaro mantiene la esencia del cómic original situándolo en tiempo presente, asegurando que la amenaza se sienta cercana, inmediata. La ciencia ficción argentina, la música argentina, la épica argentina, la espiritualidad argentina. Un enorme poder blando nunca usado.
«No voy a permitir que una nieve de mierda arruine una amistad de 40 años», dice uno de los personajes como habiendo entendido a Francisco sin haber pisado jamás el vaticano para sacarse una foto; revelando la fibra profunda de un espacio tiempo donde abrazamos nuestras propias sombras. Donde, si hay grieta, que no importe.
Todo esto llega de la mano de Oesterheld, pero también de un bombero de incendios de clase media como Bruno Stagnaro. Llega en el momento justo. Porque hoy también «la gente buena tiene que seguir existiendo».
Muy buena reseña querido Marcos!!