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“Me parece evidente que la indebida utilización de tales mecanismos de difusión cultural enferman espiritualmente al hombre, haciéndolo víctima de una patología compleja que va mucho más allá de la dolencia física o psíquica. Este uso vicioso de los medios de comunicación masivos implica instrumentar la imagen del placer para excitar el ansia de tener.
Así, la técnica de difusión absorbe todos los sentidos del hombre, a través de una mecánica de penetración y la consecuente mecánica repetitiva, que diluyen su capacidad crítica.
En la medida en que los valores se vierten hacia lo sensorial, el hombre deja de madurar y se cristaliza en lo que podemos llamar un “hombre-niño”, que nunca colma su apetencia.
Vive atiborrado de falsas expectativas que lo conducen a la frustración, al inconformismo y la agresividad insensata. Pierde progresivamente su autenticidad, porque oscurece o anula su capacidad creativa para convertirse en pasivo fetichista del consumo, en agente y destinatario de una subcultura de valores triviales y verdades aparentes.“
Juan Domingo Perón – Fragmento de «Modelo Argentino para el Proyecto Nacional»
¿Cuál es el rol de la palabra política en la arena mediática?, ¿debe funcionar como mero ingrediente polemista adaptado a los cánones de verdad de un aparato donde la verdad no es negocio?, ¿debe agregarse sin ningún tipo de miramientos a un esquema nula rigurosidad analítica como mero insumo del entretenimiento banalizador?. Después de todo, este no es un tema que involucre sólo a los enunciantes de los mensajes, sino a la propia disputa de quiénes son los que pueden enunciarlo y cómo esto influye en las identidades políticas, que terminan organizándose: o bien en torno a hechos concretos, o bien en torno a posverdades, politologías categoriales diluyentes, o derivados.
Una de las máximas en la investigación y análisis de la opinión pública señala que «no importa la verdad de una afirmación, sino sus efectos sociales». En este sentido, un factor fundamental para entender el problema de la relación entre la comunicación y la política contemporánea, es el observado (y ya citado en este blog) por Pablo Touzón respecto de «la trampa de la ciencia duranbarbista, que es que es en parte diagnóstico y en parte programa. En parte interpreta que así es el mundo y en parte quiere que así lo sea.» En este sentido, Touzon concluye en que «hay una agenda: una guerra a la intensidad política. A la “sobre-politización” entendida como el pecado original argentino. En este sentido, la solución duranbarbiana a la crisis de la representación política -y de ahí su nihilismo- consiste en profundizarla. (…).Una desacralización que muestra en carne viva la obsolescencia de la política como actividad, su “chiste”, su pérdida de sentido.»
El esceneario recurrente de la posverdad es, en general, la TV. Sus interactuantes, un político y un periodista. La operatoria efectista de la posverdad sobre el esepectador promedio puede ejemplificarse más o menos así:
Periodista: 2+2 es igual a 3
Político: no ¿quién te dijo esa barbaridad?
Periodista: lo dijo un testigo en la causa donde usted está denunciado por corrupción…acá tengo el documento, si la cámara lo puede tomar…
Normalmente, este debate finalizaría cuando la figura de autoridad del ecosistema mediático (periodista, conductor, etc) manda al corte, y suspende así cualquier potencial confrontación del acusado con el sentido generado por los ademanes falaces, esquivos, y confusos de esos carabineros de la posverdad, que apuntan sus dardos a los centros neuralgicos que activan nervios sociales específicos («corrupción», en este caso). Por eso es tan crucial la insubordinación del político ante la figura de autoridad en ese esquema, en tanto debe pelear con carácter y espíritu (no necesariamente con “el arte de ganar” en la mano) para que ese sentido no se imponga y obture cualquier tipo de “versión alternativa”.
La arena mediática es hostil, no es ninguna novedad, porque como diría Huxley «una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante», pero… ¿y la verdad?… Tampoco es novedad que la verdad (mercantilmente hablando, con las disculpas ideológicas del caso) no es negocio para un aparato que «tiene más mugre que indio que va último», pero es el único negocio que le queda a la política, en tanto es la única herramienta mediante la cual se puede competir en esta arena para disputar sentido.
Por esta razón, comprar el efectismo como receta para dar disputas de sentido sin mirar las contraindicaciones, nos condena a análisis más politológicos que políticos, a resignarnos a asumir como verdades construcciones mediáticas que se producen en masa, en los esquemas de debate donde prima la “falsa armonía”. El discurso mediático hegemónico no ofrece verdades. La política tiene el deber de ofrecerlas.
Por eso no hay política en sentido estricto en el consumo de las recetas duranbarbistas, lo que hay es una voluntad de pertenencia a la moda de la realpolitik posmoderna, donde prima la falsa sensación de cálculo, de politizada objetividad, de una aparente racionalidad coyuntural opuesta al fanatismo extraviado, de una supuesta lectura atenta a los cambios en las subjetividades contra la melancolía de algunos «anclados en el pasado», como evangilazara casi desde la cuna Marcos Peña Braun.
Entonces si no importa si la política debe partir de la enunciación o búsqueda de una verdad (siempre relativa, como sostenía Néstor Kirchner), sino de las consecuencias interpretativas de un enunciado a secas, la pregunta inicial emprende su operación retorno: ¿cuál es el rol de la política?.
La posverdad no es un golpe de suerte, sino que ordena quirúrgicamente los mensajes digitados desde las bocas de expendio mediáticas en un organizado torrente de sobreinformación compulsiva y desjerarquizada, que mantiene a salvo su negocio y el de el sector dominante: que todo permanezca licuado, confuso, para “desempatar” siempre a favor del equipo amarillo.
Si la grandilocuencia conceptual nos tienta a hablar de la existencia de cierta “hegemonía”, en este blog haremos la salvedad de decir que si ésta existe no es –todavía– la macrista, sino la mediática (que hoy sirve intereses macristas), y es por eso que en este blog se ha mencionado la regularidad de un fenómeno visible, el que indica que la palabra pública va perdiendo valor en ese teatro a ciegas, donde el espectador (ciudadano/trabajador/votante) recibe los mensajes digitados desde las bocas de expendio mediáticas en un torrente de sobreinformación compulsiva y desjerarquizada. En esos huracanados vientos ingresa –como invitada cada vez más ocasional– la discusión política, ya no para orientar el sentido, sino para resquebrajarse en ese convite mediático donde la persona política es evaluada por sus características personales y no por su actuación política.
Después de todo, ya J.J. Hernández Arregui nos advertía que “la inteligencia de la oligarquía es trina. Puede probar cualquier cosa, que lo blanco es negro, que el unitarismo es federalismo, y que Mitre era federal. Por eso sus abogados son capaces de fundir a Dios, la Constitución de 1853, y las vacas en una sola persona divina.” Hoy día las mañas oligárquicas no han cambiado, pero si se han complejizado. Tanto como para presentar una marcha masiva y un reclamo justo (la aparición con vida de Santiago Maldonado) como «situación de violencia política». El mecanismo de guerra de la posverdad no es nuevo, pero su recurrente aplicación por parte del actual gobierno, invita a comprender y a asumir esta guerra psicológica como tal.
Si la política no sirve para orientar el sentido de los debates, si se pierde en el efectismo de la maquina de picar carne mediática, entonces la política ya no sirve para nada.
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