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Después de casi un mes y medio sin publicar artículos, invito al lector a hacer un poco de memoria. En “Revolución precoz” decíamos que:
“Este Milei ya no es el candidato anti sistema, sino el presidente del sistema que contiene no un “lugar”-como lo pretende Elon Musk-, sino un país. Ese país que el presidente entrega a las “fuerzas del cielo” tiene -para bien y para mal- sus propias “fuerzas de la tierra”. Tiene componentes que exceden sus condiciones sociodemográficas o su historia económica. Contiene a una sociedad con una tradición, una cultura efervescente pero auténtica, y una idiosincrasia que Milei se jacta demasiado temprano de conocer. Una sociedad a la que se puede convencer en una elección con argumentos que no sirven para gobernarla. Ya lo dijo un ex funcionario del gobierno de Cambiemos cuando estaba en retirada, allá por 2019: “le ganamos al peronismo, pero nos encontramos con la Argentina”.
En su discurso del 1ro de marzo de este año ante la asamblea legislativa, Milei había apelado a la dicotomía del “poder de la política vs el poder de la convicción”. Por eso eligió la extraña alquimia entre Macabeos y Menem. Fuerzas del cielo y decisiones difíciles que el pueblo “estaba dispuesto a aceptar”. Electrizando a la audiencia (a diferencia de lo que ocurrió anoche donde el rating se desplomó) anunciaba un “mandato de cambio” que se instrumentaría en lo que definió como un “paquete de leyes anticasta” basado en un ataque frontal a todo el andamiaje administrativo del sistema político-institucional , a su financiamiento, y a su cultura organizacional. Un pacto fundacional. Otro más, que se sumaba a la fila india de las ínfulas refundacionales de todos los gobiernos precedentes.
Parece que toda la clarividencia libertaria estaba basada exclusivamente en deseos. Y ante la imposibilidad de lograrlos Milei ha entrado de lleno en un plano ficcional de su propia gestión. Claro, el presidente es un ser humano, y la psicología humana, en general, es lo bastante hábil -y retorcida- como para inventarse escapatorias, contarse ficciones, y recurrir a prótesis que lo dejan suponer que tiene las riendas de un barco que todavía no ha visto el iceberg.
En este sentido, el legendario manual de estrategia militar del capitán Basil Henry Liddell Hart “The strategy of indirect approach” (la estrategia de aproximación indirecta) contiene una idea sugerente para la mesa chica libertaria: “cuanto más se intenta aparentar imponer una paz totalmente propia, mediante la conquista, mayores son los obstáculos que surgirán por el camino”.
Tres episodios marcan las coordenadas de estos obstáculos: el ajuste jubilatorio y su concomitante jornada represiva, el anuncio de potencial veto al financiamiento universitario, y la intempestiva presentación del presupuesto en el Congreso Nacional.
El golem argentino, en un ejercicio de castificación inocultable, apostó por la práctica que indica la tradición y alquiló diputados radicales y gobernadores no alineados. Así logró desarmar la potencial vuelta atrás del veto presidencial a la fórmula de actualización de las jubilaciones. Seguidamente, la puesta en escena de los operativos represivos conducidos por la Ministra de Seguridad buscaron sofocar, aún más, cualquier señal de movilización callejera, y vender la narrativa con la que el gobierno se obsesiona: “controlar“: la calle, la inflación, las internas.
En este punto el gobierno lee, con probable acierto, dos cuestiones. La primera es el clima de época: la movilización política, que signó la identidad de los gobiernos kirchneristas y de la consecuente oposición al macrismo es vista como un síntoma de debilidad. “Ganar la calle” es algo que, por ahora, sucede dentro de la política pero fuera de la sociedad. La segunda lectura del oficialismo es que la sociedad argentina pide mano firme y autoridad, pero en el mismo paso de ballet festeja -demasiado temprano- el “fin de los piquetes”, “el fin de la inflación”, como si negar los problemas los pulverizara.
La ansiedad circula por los tejidos nerviosos de un espacio gobernante plagado de internas, saturado de instantaneidad y vaciado de previsibilidad. Toda esa grandilocuencia comunicacional es el síntoma de la euforia de lo precoz. De la mano de esa euforia, el oficialismo da por terminada una discusión entre equilibrio fiscal y rumbo de la política económica, una discusión que acaba de iniciar.
La sensación tras cada avance del poder ejecutivo es que vence, pero no convence. Obtiene victorias pírricas, efímeras, que se esfuman con la misma intensidad con la que se instalan. La realidad, y no la dopamina del like, es el principal ordenador de la existencia. Es por eso que más temprano que tarde el presidente comenzará a recibir los resultados de la evaluación social, que en esta época se expresan más en las urnas, que en las redes o en las calles.
Es que si el diagnóstico del gobierno parte de la hipótesis de que la única oposición es la que “gana la calle” o se moviliza, el golpe de realidad será mucho más duro. Uno de los grandes errores políticos de esta época es el de confundir ciudadanos con militantes. El “activismo” actual tiene otro folklore. Un folklore donde el silencio no significa pasividad. Donde el cambio en el humor social no se puede medir monocordemente con análisis y métricas de redes. La acumulación de rencores de una sociedad agotada no puede ser cartografiada con escuadra y compás. Mucho menos representada por una oposición inorgánica y dividida como la actual.
Ahora bien, ¿Cuáles son los límites?. En “no soy un extraño”, ensayamos una respuesta al respecto:
“Atajar a ese argentino en lo que, probablemente, será su tercera decepción consecutiva con un gobierno, será tema cuando se sepa si el caminante es rengo. Pero ya hemos advertido el peligro de un estallido de frustración social de consecuencias imprevisibles, cuando en abril de 2023 escribíamos acerca del delicado arte de escupir para arriba: lo que decimos es que quienes cabalgan la afiebrada senda de la radicalización escupen para arriba, porque no escapan a la densidad de un clima que los sobrepasará: el agotamiento colectivo marcado por el cúmulo permanente de frustraciones producto de la injusticia social.”
Quizás en el universo digital la realidad se puede abordar con artificios conceptuales, frases altivas, y recetas morales autocomplacientes. Pero en la Argentina que vive afuera de las audiencias digitales, estos placebos no funcionan. El ajuste tarifario y el ataque permanente a los ingresos de sectores cada vez más amplios se acumulan como la lava del volcán, desde abajo, desde las entrañas de la frustración de capas sociales que acompañaron y acompañan a esta suerte de armada Brancaleone que es el gobierno.
El contexto está siendo registrado por distintos estudios de opinión. Según algunas encuestadoras (*), 4 de cada 10 argentinos están más preocupados por la pobreza y por la desocupación que por la inflación.
Por su parte, los principales enemigos del gobierno son quienes mejor imagen social tienen. Así lo indica el último estudio de Zuban Córdoba.
Los actores del poder político realmente existentes se ordenan de cara al año electoral. En las periferias oficialistas, Mauricio Macri camina entre las ruinas del PRO y encuentra resistencias para ingresar en “una fuerza fácilmente infiltrable”, como definía a la Libertad Avanza hace no mucho tiempo. El propio Milei le dirige sus dardos cuando señala que Gestionar “es achicar el Estado para agrandar la sociedad”. Los radicales permanecen haciendo cosas de radicales, con lo cual las novedades son mínimas hasta el momento.
Cristina Kirchner, la dirigente con más volumen del movimiento busca , por un lado, tensar con el presidente a quien invita a “largar a Friedman y agarrar el manual argentino», y por el otro se orienta a ordenar a su tropa con algunas pinceladas de revisionismo histórico, críticas hacia el peronismo (de las que ojalá se sienta parte) y empuje hacia adelante. Axel Kicillof permanece en gestión activa posicionado como el enemigo táctico número 1 del oficialismo y con claras intenciones de dar el salto nacional. Sergio Massa en silencio, esperando la oportunidad de que el tiempo lo bañe en la fuente de la juventud para reaparecer como “el tipo normal”. El cordobesismo conducido por Llaryora replegado sobre la provincia. Por ahora lo que une a todos estos dirigentes es un sello que se llama PJ.
Como apuntábamos en el mes de mayo, “la ansiedad de que el experimento de Milei termine de inmediato, ya sea por una Asamblea Legislativa o una Junta Médica, recorre todas las angustias de quienes no pusieron su voto por el libertario. Que la montaña rusa cotidiana termine y todo vuelva a la normalidad, pero,¿ a qué normalidad?… En ese marco reiteramos una sentencia: con o sin Milei, nada “volverá a la normalidad”. Primero porque la corriente social que sustenta al libertarianismo es mucho más permanente que la electoral. En segundo lugar, porque el propio concepto de normalidad que tenemos “de este lado” está viejo, anclado retóricamente en otro siglo, y en una sociedad que muchos dirigentes quisieran tener (la sociedad salarial), pero que no es la que tienen.”
La idea de imponer reformas profundas de la macroeconomía que le dieran un horizonte de derrame a la clase media («controlar la economía») e intervenir socialmente sobre la protesta social (“controlar la calle”) no parecen estar encauzándose. Milei, que pretendía ser Menem, se parece mucho más a un avatar hecho a imagen y semejanza de la crisis. Es la crisis. A diferencia de Menem, que condujo su época, el actual presidente parece ser conducido por la época.
En este contexto no es exagerado decir que la hemorragia política de todo oficialismo inicia con el destrato y el ajuste a quienes parecen invisibles. Ocurrió con Macri, con Alberto , y el ciclo se cerrará, más que probablemente, con Milei. Siempre y cuando, el campo opositor actualice el Windows y logre salir de esa vieja mecánica de buscar que sus símbolos se adapten a los acontecimientos venideros, y accione exactamente a la inversa: buscando en esos acontecimientos los símbolos necesarios para construir transversalidad, representar y ser alternativa.
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