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El sentido de la unidad nacional

Tiempo de lectura 7 minutos

Escribimos esto para Revista Movimiento.

Por Marcos Domínguez

Los sindicatos y movimientos de trabajadores por vocación deben ser expertos en solidaridad. Pero para aportar al desarrollo solidario, les ruego se cuiden de tres tentaciones. La primera, la del individualismo colectivista, es decir, de proteger sólo los intereses de sus representados, ignorando al resto de los pobres, marginados y excluidos del sistema. Se necesita invertir en una solidaridad que trascienda las murallas de sus asociaciones, que proteja los derechos de los trabajadores, pero sobre todo de aquellos cuyos derechos ni siquiera son reconocidos. Sindicato es una palabra bella que proviene del griego dikein (hacer justicia), y syn (juntos). Por favor, hagan justicia juntos, pero en solidaridad con todos los marginados” (Papa Francisco, 23 de noviembre de 2017).

Este escriba insiste con una cita recurrente de The strategy of indirect approach –“la estrategia de aproximación indirecta”– del capitán Basil Henry Liddell Hart, el legendario Manual de Estrategia de dicho militar británico, y uno de los libros de cabecera del Papa Francisco. Una de las ideas sugerentes de la obra para toda la dirigencia del campo nacional es que, “cuanto más se intenta aparentar imponer una paz totalmente propia mediante la conquista, mayores son los obstáculos que surgirán por el camino”. Es que sigue siendo un desafío para el gobierno aparecer como “alternativa” al macrismo, sin caer en una lógica antagonista cerrada que, dado lo delicado de la situación general, tendería a corroer sus bases de sustentación política: un gobierno de unidad nacional no tiene margen para eso.

En este sentido es clave la capacidad que tengan las dirigencias –y las militancias– para trazar acuerdos elementales por sobre diferencias secundarias, que eviten la dispersión de la base de sustentación electoral. En definitiva, cada espacio integrante del poliedro político expresado en el Frente de Todos deberá construir acuerdos que lo trasciendan, de cara a un horizonte de representación de lo urgente, pero también de lo estructural.

El sistema demoliberal argentino es frágil por la naturaleza endémica de su estructura. La pregunta democrática por antonomasia es: ¿cómo representar mayorías en una sociedad que el neoliberalismo ha fragmentado por doquier? Multiplicidad de centrales obreras, movimientos sociales, clases medias desencantadas, organizaciones políticas en distinto estado de maduración, informalidad laboral, inorganicidad indignada. No se puede conducir lo inorgánico. Claro, la tarea de gobernar ya no se limita a “crear trabajo”, sino a algo mucho más complejo. No existe un “punto de apoyo” homogéneo. No existe un discurso único con el cual persuadir.

La transversalidad nestoriana fue una respuesta política a un buen diagnóstico: un vidrio roto nunca vuelve a verse igual, aunque lo embadurnemos en pegamento social. En la histórica tarea de formar comunidad, de restaurar el tejido social fragmentado, es de fácil corroboración el hecho de que el sistema de partidos no alcanza para tal fin. En una sociedad movida ya no por ejes partidarios, sino por causas. Entonces, ¿cuáles son los puntos de apoyo con los cuales “mover el mundo argentino”? Es muy difícil, en este sistema, que un gobierno que representa intereses nacionales pueda llevar adelante medidas que cuentan con apoyo popular, sin incluir ese apoyo de manera más formal en la praxis de gobierno.

El parlamento es la manifestación más clara de que no se debate entre intereses argentinos contrapuestos, sino con sectores que ocupan bancas, pero representan intereses no argentinos. Intereses que han encontrado cauce institucional a fuerza de envenenamiento social. Una espada de Damocles sobre las espaldas argentinas, con una publicidad ideológica a cargo de grandes corporaciones de la comunicación.

Es por eso que el sentido de la unidad nacional es siempre un sentido de la unidad nacional posible. Y en el marco de lo posible, no es posible la unidad nacional con quienes defienden intereses antidemocráticos como la opulencia, el egoísmo social y la mezquindad. Pero sí es posible, por medio de inteligentes transigencias, asfaltar el camino para marcar un rumbo de gobierno orientado hacia las mayorías.

El poliedro argentino debe encontrar su “cemento social” en la unidad de lo diverso, pero con anclaje argentino. Nada nuevo, pero nada para seguir pasando por alto. Esto requerirá un esfuerzo enorme por robustecer la cultura política del frente gobernante, donde se ubica la enorme mayoría de los intereses argentinos, ante una nueva afrenta colonial-globalista por medios democráticos.

El estilo del adversario no condiciona, pero de alguna manera invita a repensar el propio. ¿Es posible construir una épica necesaria sin base electoral movilizada? No se trata de “recuperar la calle”, sino de construirla. La política como actividad, se sabe, no es patrimonio de mesas de rosca, de pasillos ministeriales, ni de acuerdos cupulares. La política, integralmente entendida, requiere de un determinado grado de movilización que dé cuerpo social a las políticas implementadas. Si esto es así, este deberá ser otro de los ejes pospandemia.

Unidad de concepción para la unidad de acción. Lo electoral es político. La unidad total es imprescindible, pero no meramente para gobernar, sino para mantener en pie un sistema democrático al que acechan quienes no aceptan sus reglas e instalan climas en función de esos intereses.

El futuro inmediato: la agenda de “orden”

¿Cuál es nuestra idea de orden? ¿Qué valores lo definen? Esta es una discusión imposible de asimilar en los huracanados vientos mediáticos. Pero como somos tiranos de este humilde espacio en la red, nos vamos a dar el lujo de intentar darla.

Tenemos opciones cuando debatimos las agendas que convocan a hablar de orden. Por un lado, podemos administrar estas agendas sociales con consignas cliché culturalmente rentables en la era de la formación política fast food. Podemos reposar en las cómodas etiquetas que ha instalado el sistema liberal en nuestras anteojeras, esas que nos sedan cual Clonazepam conceptual en una realidad vertiginosa, angustiante y compleja. O podemos descartar las posiciones impostadas y las declaraciones de principios que esquivan el debate, para buscar en nosotros un esquema interpretativo argentino de la realidad. Y en esa realidad existen “otros”. Comprender esto es la base para una inteligente apuesta a la unidad nacional, basada en una cultura política robusta que sustente una politización menos superficial que la actual, que permita ver el reverso de la trama en esta lucha de opuestos creados artificialmente. Ver base para apreciar, apreciar base para resolver, y resolver base para actuar.

Para recuperar la idea de orden, comprenderla y finalmente asimilarla como parte de un proyecto político, es conceptualmente necesario abandonar el clásico imaginario del progresismo culposo a la hora de vincularse con valores como el orden, la seguridad, la movilidad social ascendente con dinámica de méritos deseables para la realización de la comunidad –trabajo, esfuerzo, dedicación– y demás cuestiones que hacen a la representación de mayorías sociales. ¿Por qué? Porque en política no existen espacios vacíos. Alguien los ocupa. No es una idea demasiado inteligente dejar vacante la bandera de orden para que sea el sector más miserable de la política quien la administre. Se sabe que siempre el electorado vota orden. El desorden no se vota.

Sucede que, en la medida en la que las corrientes políticas en nuestro país se convierten en meras expresiones de posturas intelectuales y no de movimientos sociales, el ciclo se repite. La clave de representar es la tarea más difícil, porque requiere asumirnos como parte de una comunidad imperfecta, no siempre predecible, fragmentable y fragmentada, donde conviven la vocación democrática con el egoísmo social, el individualismo con la solidaridad, el heroísmo del personal de salud con ritualistas quemabarbijos. Posturas facciosas sobretelevizadas y estructuradas en falsos dilemas y dicotomías laberínticas. La solución no es sencilla, pero la orientación a seguir resulta clara. La única posibilidad de salir de estos falsos laberintos es a través de un rescate de lo esencial del pensamiento doctrinario del justicialismo: una política de trascendencia de los opuestos, que los incluya, los represente y diluya esos extremos en una lógica de comunidad posible.

Decir que sólo se debe ser intransigente en los grandes principios, es una manera adulta de ver lo político. Porque, claro, la vida adulta está llena de transigencias. La política, también.

 

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