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«Las lenguas populares se han vuelto para nosotros tan inútiles como la elocuencia. Las sociedades han cobrado su forma última: en ellas no se cambia nada si no es con cañones y dinero; y como ya no se tiene nada que decir al pueblo, salvo dad dinero, se le dice con carteles en las esquinas de las calles o con soldados dentro de las casas. No es necesario reunir a nadie para eso: por el contrario, hay que mantener dispersos a los sujetos; y esa es la primer máxima de la política moderna (…) Ahora bien, yo sostengo que TODA LENGUA CON LA QUE UNO NO SE PUEDA HACER OÍR POR EL PUEBLO REUNIDO ES UNA LENGUA SERVIL; es imposible que un pueblo siga siendo libre y que hable esa lengua.
J. J Rosseau (en su única etapa peronista)
Uno de los problemas grandes que tenemos en el campo nacional tiene que ver con esto de nominar, ponerle nombre y apellido a las cosas. En materia de debate político, mucho de lo que aquí se expondrá ya se ha dicho en este blog, e insistimos en repetir que, en materia de debate político, el negocio del macrismo es que todo permanezca licuado. Que la idea de silencio sobre cuestiones «que atrasan» se logre imponer en todos los actores políticos que -por acción u omisión- contribuyen a la discusión endogámica cuyos insumos son, en su mayoría, abstracciones desancladas de lo que realmente sucede en el país.
Duranbarbismo no es comunicación, por eso es importante no caer en lo que Pablo Touzon ha señalado como trampa de la ciencia duranbarbista:
“La trampa de la ciencia duranbarbista es que es en parte diagnóstico y en parte programa. En parte interpreta que así es el mundo y en parte quiere que así lo sea. Hay una agenda: una guerra a la intensidad política. A la “sobre-politización” entendida como el pecado original argentino. En este sentido, la solución duranbarbiana a la crisis de la representación política -y de ahí su nihilismo- consiste en profundizarla. El timbreo como puesta en escena del fin del poder. La imagen “horizontal” del hombre mas poderoso de la Argentina tomando mate con un panadero emocionado, como si fuesen iguales, disuelve la idea de responsabilidad política. Al final del día, uno vuelve a hacer pan, y el otro a la Presidencia de la República. Y la equivalencia entre uno y otro, esencialmente falsa, cristaliza la idea de la política como mero acompañamiento terapéutico. No resuelve los problemas, los admite y los entiende. Y a veces, si es necesario, también los relata. Los saca a pasear un rato el fin de semana.Una desacralización que muestra en carne viva la obsolescencia de la política como actividad, su “chiste”, su perdida de sentido. (…) ¿Cuál es el reemplazo del poder fallecido? La Sociedad, con S mayúscula. Gobernar como el equivalente de colocar un espejo gigante delante de la sociedad. (…) Es así que en realidad la eliminación de todas las instituciones políticas intermedias (sindicatos, partidos, iglesias, Estado) rompe todas las barreras que aún existían entre el ciudadano (hoy individuo) y el Mercado, postulando una nueva clase de representación política análoga al funcionamiento del consumidor en la economía capitalista.”
Lo cierto es que, en el acontecer cotidiano, la palabra pública va perdiendo valor en ese teatro a ciegas, donde el espectador (ciudadano/trabajador/votante) recibe los mensajes digitados desde las bocas de expendio mediáticas en un torrente de sobreinformación compulsiva y desjerarquizada. En esos huracanados vientos ingresa –como invitada cada vez más ocasional– la discusión política, ya no para orientar el sentido, sino para resquebrajarse en ese convite mediático donde la persona política es evaluada por sus características personales y no por su actuación política, donde la premisa transversal es que la idea de que “ser honesto” significa ser un dirigente o candidato que nunca enfrentó al poder real. Este tamiz lo aporta el termómetro de honestismo político vía poder mediático-judicial.
En un interesante análisis en torno a la «falsa armonía» publicado en la revista zoom, se plantea que:
«Como una reacción a la hiperpolitización kirchnerista y en línea con un nuevo clima político, se consolidó un formato de programa de televisión en los canales abiertos que suponen el encuentro de diferentes figuras públicas a partir de la conversación supuestamente amena, donde se celebra el diálogo y la diferencia. (…) cuando en estos programas surge la divergencia y se instaura brevemente un momento de tensión, se observa la activación de un dispositivo y la negación de la controversia. El lugar de la conducción se dedica a sentenciar la interpretación sobre la falta al juego del consenso, muchas veces en forma de aclaración o bien, de acusar al invitado de no dialogar, no escuchar, el nuevo pecado de estos tiempos. Quizás porque la fuga depende de una figura pública ajena a la discusión política y queda rápidamente deslegitimada.
Por ello, la homogeneidad pretendida se transforma en discusión o puesta en común de un posicionamiento, a pesar de todos los vaivenes y los intentos por recuperar esa falsa armonía.»
Buena parte del discurso político “permitido” por este dispositivo de la falsa armonía, es el discurso descafeinado de ciertos expertos que recurren como método explicativo al escamoteo permanente, impregnado de abstracciones y entelequias de la politología categorial, cuyos diagnósticos tienden anárquicamente a ubicar la responsabilidad de un episodio x en dimensiones intangibles (Neoliberalismo, Estado, Mercado, etc…) y escasamente inteligibles para el mayoritario sentido común no politizado. Es así como el ciudadano promedio nunca termina por comprender de donde vienen las balas en el berenjenal agobiante que le venden: no sabe quién le aumenta los precios, quien es el responsable de la seguridad, del desempleo, etc. En ese berenjenal de confusión, todo es tan complejo para nuestra fauna de cráneos que nadie lo entiende pero todos lo problematizan, y la nominación es tan difusa que el único villano real de la película parece ser Juan Carlos Neoliberalismo.
Este problema en el mensaje que se da, influye también en las identidades políticas, que no terminan organizándose -si es que lo logran- en torno a hechos concretos, sino en torno a un conjunto de palabras de embeleco y de doctrinas aparentemente generosas (que) suplanta a la cruda y siempre revuelta consideración y examen de los hechos de la vida real, como nos susurra Raúl Scalabrini Ortíz. En el mismo sentido, se ha dicho también aquí que cuando alguien irrumpe en esta dantesca escena comunicacional e ingresa disruptivamente en la arena mediática para disputar sentido con un lenguaje claro, sin muchas esdrújulas, y empieza a develar la confusión planificada con conceptos simples, el dispositivo mediático activa todos sus mecanismos de control para obturar cualquier reflexión sobre los problemas centrales que enfrentamos como pueblo.
Los efectos directos del coloniaje mediático nos condenan a tener una acotada comprensión táctica del momento que nos toca enfrentar, en tanto licua nuestra identidad política y nos pone en una góndola de supermercado, como “una oferta más” que pasó el control de calidad mediático-judicial y “está en condiciones” de participar del demoliberalismo que encubre el saqueo. A su vez, la tendencia a adoptar esta postura impregnada de un realismo más mediático que político, debiera anoticiarnos de que el campo nacional no es inmune a la radiación comunicacional, controlada por monopolios que son la pata discursiva del poder concentrado de todos los ámbitos.
Insisto en que la palabra pública, que hoy casi obligatoriamente debe circular por la arena mediáitca, se enfrenta al desafío de no ser encorsetada como mero ingrediente del “entretenimiento”, es decir, como ingrediente pseudo-polemista donde la información se presenta tendenciosamente desjerarquizada. Esto ha sido advertido por la misma CFK en 2016, cuando señaló que pra intervenir políticamente «Hay que dejar de dispersar el discurso(…)Me temo que si no nos preocupamos por los intereses de la gente, entremos en una crisis de representación, y eso no le sirve a nadie.»
Si la política se desjerarquiza, se transforma en teatralización vacía y pose mediática, y la representatividad propia de la dimensión política corre el riesgo de ser transplantada, desde la política hacia los medios, y de los medios a quien los controla. Esto no implica caer en el Edipo mediático de “echarle la culpa de todo a los medios”, como sugieren los más autocríticos en esta materia, pero si tenerlo en cuenta como factor de poder y construcción de sentido, con el que la política debe competir.
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